Sigo completando mi lectura de toda la obra de ficción de Daphne du Maurier: nunca una fabuladora tan misántropa pasó por la vida con mayor fama de «escritora romántica». Sus críticos nunca entendieron nada: salía más barato colgarle el cliché para banalizarla.
Le toca el turno a The House on the Strand, de 1969 y la 13ª novela de su autoría que devoro, una crónica de viajes en el tiempo que al parecer en España se tradujo con el superimaginativo título de… Perdido en el tiempo. De La casa en la orilla a Perdido en el tiempo convendréis que hay un buen trecho…
No soy un fanático de La máquina del tiempo de H.G. Wells simplemente porque sí soy muy fanático de sus maravillosos cuentos y de su formidable El hombre invisible, que hoy día podría leerse como un clásico picaresco con giro ci-fi; por suerte, du Maurier prefiere desmarcarse de esa línea «cientifista» de los pioneros del género y currarse un Somewhere in Time avant la lettre. O sea, lo que menos importa es el método para teletransportarse a épocas pasadas… o, mejor dicho, a una época pasada en concreto, dado que el protagonista de esta historia siempre acaba aterrizando en el mismo período histórico: sólo puede viajar a ESE pasado.
¿Qué le interesa esta vez a la autora de títulos inolvidables como Rebeca, La posada Jamaica o Mary Anne? Bueno, básicamente, dos cosas: 1- Recrear el siglo XIV tal como debió vivirse en la costa de Cornualles, un paisaje en el que ella se refugiaría tras enviudar. 2- Recrearse en las desventuras de un individuo al que le gustaría materializarse en cualquier sitio (o tiempo) antes que en su propio presente.
Como tantas otras veces, du Maurier adopta una primera persona masculina y la desarrolla con pasmosa convicción. Y como tantas otras veces, su narrador es un sujeto con sentimientos tirando a mezquinos, de voluntad maleable y espíritu proclive a la adicción. No busquéis identificaros con los valores personales de Dick Young ni mucho menos pretender admirarlo: el tipo se conduce en ocasiones como un gusano, harto de su pareja, de los hijos de su pareja y de tener un trabajo serio y responsabilidad conyugal.
El hombre busca consuelo en su amistad con un científico maduro ‒conociendo a Daphne, las connotaciones gays de esta relación no pueden ser casuales‒ y ese científico tan cachondo como loco le mete a experimentar una droga que lo trasladará seis siglos antes, siempre ante una cohorte fija de personajes, cuyos dramas intestinos ‒intrigas más monacales que palaciegas, amores secretos, traiciones‒ nuestro antihéroe presenciará más fascinado que yo viendo Falcon Crest de chavalín…, pero igual de enganchado y con ese mismo espíritu. Eso sí, no esperéis una telenovela: las recreaciones temporales son más bien domésticas, pausadas e intimistas, como retablos vivientes.
La droga que Dick ingiere en cada viaje temporal se ceba en su salud y conforme la trama avanza, nos tememos que el prota perderá el control de su situación familiar o tal vez incluso la vida.
La novela no ofrece aventuras descomunales ni epopeyas grandilocuentes ni despliegues de espectacularidad imaginativa que muevan al deseo de verla plasmada en una pantalla por un ilusionista de Hollywood: tal vez ello explique que jamás haya sido adaptada a ningún formato audiovisual, como mucho a radionovelas y gracias.
Sin embargo, quienes disfruten de la habilidad de Daphne du Maurier para dotar de atmósferas angustiosas sus ficciones, dar alpiste a nuestro sentido de la expectativa para despistarlo acto seguido por completo y sacar a relucir en el proceso lo peor del ser humano moderno, lo pasarán fenomenal con esta propuesta en formato largo, una de las más conseguidas de su última etapa creativa.
Esta novelista romántica nos agua la fiesta con una impasividad que convierte a Houellebecq en un optimista impenitente.
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