Los quelonios son reptiles con coraza. Son vertebrados que ponen huevos, poseen respiración pulmonar, lucen piel escamosa y que han de adaptar la temperatura de su organismo a la del ambiente.
A diferencia de otros reptiles, las tortugas no tienen dientes, pero su característica más distintiva es la presencia de un caparazón. Pese a que algunas especies de tortugas son bastante rápidas en el medio acuático, estos animales son también conocidos por tomarse las cosas con tranquilidad.
Así pues, su facultad para encerrarse en sí mismas (o llevar la casa encima, según se mire), sumada a su proverbial lentitud, han convertido a estos animales en víctimas de metáforas y tópicos.
Todos conocemos la famosa obra del fabulista griego Esopo sobre una liebre y una tortuga: una fábula que ha inspirado, entre otras muchas cosas, un trío de cortometrajes animados (el primero fue dirigido nada más y nada menos que por Tex Avery) en los que Bugs Bunny es humillado por un lento adversario (Cecil) y sus primos gemelos.
La tortuga como metáfora o recurso poético ha sido usada en películas de muy diferente naturaleza. La gente soñaba con reencarnarse en tortuga en una de las películas más olvidadas y singulares de Emir Kusturica, El sueño de Arizona; Carlos Gallardo se cruzaba con un quelonio en su vagar por las carreteras mexicanas en el debut de Robert Rodríguez, la casera y entrañable El Mariachi, y Paul Bettany encontraba su lugar en el mundo rodeado de los inmensos galápagos que habitan las islas homónimas en la excelente Master and Commander.
En cuanto a su presencia activa en la pantalla, el carácter apacible que solemos dar a estos animales (erróneamente, algunas especies son depredadores peligrosos) ha sido alterado para convertirlos en monstruos indestructibles.
En Hace un millón de años, Ray Harryhausen nos regalaba una tortuga marina de enormes proporciones con la que combatían los improbables hombres prehistóricos.
El cine fantástico patrio también echó mano a los quelonios antediluvianos de mala baba en la libérrima adaptación de Julio Verne dirigida por el quijotesco Juan Piquer Simón, Viaje al centro de la tierra, donde los protagonistas tenían que vérselas con un King Kong de andar por casa y por unos galápagos de ojos incandescentes.
Pero también han existido protagonistas con concha. Antes de que nos lo dijera el listo de turno, muchos ya sabíamos que las tortugas podían surcar los cielos.
Gamera fue la réplica de la productora Daiei al éxito de su productora rival (Toho), el lagarto Godzilla. Esta tortuga gigante voladora, capaz de transformarse en algo similar a un ovni, tuvo su primera aparición en 1965.
En El mundo bajo el terror, Gamera se presentaba como un monstruo destructor y radiactivo que despertaba de su criogenización polar por culpa de una de esas pruebas de bombas nucleares que suelen encandilar a los gringos.
Ya desde este título, un niño hablaba sobre la naturaleza bondadosa (pese a todo) de la criatura, iniciando lo que serían las bases de una serie progresivamente infantil y tontorrona.
Pese a la calidad de la segunda entrega, Los monstruos del fin del mundo, donde Gamera ya se consolidaba como protectora de la humanidad en su lucha contra el lagarto congelador Barugón, los presupuestos e intenciones de la saga fueron hundiéndose cada vez más en la serie Z y los disfraces de función infantil.
Habría que esperar a 1995 para que Gamera se reinventara en una trilogía de excelentes films dirigidos por Shusuke Kaneko. Gamera, el guardián del universo tenía como referente visual y narrativo al cine norteamericano. Kaneko dotaba de ritmo, espectacularidad (las maquetas y disfraces de toda la vida se complementan con efectos digitales de última generación) y una extraña credibilidad a una historia en la que se daba un origen mitológico a la bestia y a sus rivales, los recalcitrantes pájaros Gaos.
Las siguientes entregas, Gamera 2: El ataque de Legión y Gamera 3: El despertar de Iris mejoraron respecto a sus predecesoras, siendo la última quizá el mejor kaiju de la historia del cine. Aquí los monstruos cedían parte de su protagonismo a los personajes humanos, víctimas colaterales de los combates entre las criaturas de las dos anteriores películas.
En todo caso, las tortugas más populares para el público occidental son otras. Para toda una generación, los nombres de Michelangelo, Donatello, Leonardo y Rafael no eran asociados con el Renacimiento sino con unas Tortugas Ninja Adolescentes y Mutantes que vivían en las alcantarillas de Nueva York siguiendo las órdenes y enseñanzas de una rata, también mutante, que hacía las veces de maestro zen.
Estos personajes surgieron de unos tebeos underground creados a mediados de los 80 por Kevin Eastman y Peter Laird. A finales de la década y comienzos de los 90, los cuatro “héroes con caparazón” alcanzaron extrema popularidad con una serie de animación, innumerables muñecos de acción y exitosos videojuegos. Por supuesto, la película no se hizo esperar.
Las tortugas ninja fue una coproducción entre Estados Unidos y Hong Kong (Raymond Chow, siempre ojo avizor) de poco presupuesto y mucha recaudación. Pese a ser un producto tirando a aburrido, los críos de la época acudieron en masa para ver a sus héroes “en carne y hueso”, milagro obrado por unas brillantes creaciones de la factoría Henson.
En la campaña de promoción se echó mano de la también efímera popularidad de Vanilla Ice, que cantaba el demencial Ninja Rap (go, go, go, go!), todo un hito de la caspa. Como curiosidad, en el film aparecía Elias Koteas encarnando al “vigilante” aficionado al hockey Casey Jones.
Las dos secuelas se estrenaron casi al instante, sabiendo que el invento tendría poca duración. Tortugas Ninja 2: El secreto de los mocos verdes estaba basada en la célebre novela de Marcel Proust y Tortugas Ninja 3 trasladaba a nuestros héroes al Japón feudal.
Luego, llegó el olvido, aunque alcanzó a rodarse una nueva película sobre estos reptiles adictos a la pizza, que contó con las bondades de la animación digital.
Entre las representantes más recientes de esta especie animal en la pantalla, cabe resaltar la importancia de las tortugas marinas, ya sean las surfistas de Buscando a Nemo o los tecnificados animales de los que hace uso Jeff Goldblum en The life aquatic.
No podemos acabar sin olvidarnos de la Vetusta Morla, el ser más viejo de Fantasía, tortuga que estornudaba y dormitaba en El Pantano de la Tristeza y que trataba de contagiar con su pasotismo derrotista a Atreyu en La Historia Interminable, polémica adaptación de la novela de Ende dirigida por el alemán Wolfgang Petersen. Un personaje inquietante donde los haya.
Si me lo permiten, cierro este breve repaso con un ser estrictamente televisivo, la tortuga D´Artagnan (que en realidad llevaba el pobre nombre de Touché Turtle), que deshacía entuertos al lado de su inseparable Dum Dum, un perro blanco y con flequillo.
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