El 28 de noviembre de 2021 nos dejaba una de las figuras más pintorescas de nuestra cultura reciente: Justo Gallego. Un hombre sencillo y humilde, que consagró los últimos sesenta años de su vida a la construcción de una megalómana catedral en Mejorada del Campo. Fue tras abandonar el monasterio de Santa María de Huerta al contraer la tuberculosis en 1961 y superarla.
Simbólicamente, representaba el agradecimiento a Dios por haber sanado. Si bien su labor pasó desapercibida durante un largo periodo, de aquí a un tiempo su trabajo había ido llamando la atención dentro y fuera de España. Tanto es así que fue invitado a participar en la exposición Real Royal Trip organizada por el MOMA y llegó a protagonizar un anuncio televisivo en 2005, patrocinado por la bebida Aquarius, que le hizo famoso mundialmente.
Muchos admiradores fuimos en “peregrinación” a su “lugar santo” y le visitamos en su taller, y él nos recibió con los brazos abiertos. No obstante, en torno a él pesaba una leyenda negra que le había caracterizado como huraño e incluso como loco (el “loco de la catedral” le llegaron a bautizar). Por parte de las autoridades eclesiásticas y políticas, su figura se miraba con desconfianza y sobre su obra arquitectónica siempre osciló la temida espada de Damocles de la demolición, cuando éste falleciera. Afortunadamente, otra figura peculiar del ámbito religioso español, el conocido como Padre Ángel, tomó cartas en el asunto para comprometerse a salvaguardar esta rara avis de nuestro patrimonio material.
Si hemos de señalar una figura capaz de valorar el trabajo de Gallego situándolo en un contexto ligado al arte, el pensamiento y la historia, esa es la del historiador del arte Juan Antonio Ramírez. Una de sus últimas y sorprendentes obras fue la voluminosa publicación Escultecturas margivagantes: La arquitectura fantástica en España (2006), donde posa su reflexión sensible y filosófica sobre distintos hitos a caballo entre lo escultórico y lo arquitectónico, lo marginal y lo extravagante. Es decir, lo que se encuentra en los márgenes de lo considerado “artístico” o aceptado académicamente.
Además de la catedral de Justo, otras obras quedarán representadas por los neologismos acuñados por Ramñirez, como la creada por Ferdinand Cheval (conocido por su oficio como el “cartero Feval”). Autor del “Palacio Ideal” en Hauterives, lo levantó “piedra a piedra” (aquellas que se iba encontrando en el camino); su arquitectura fantástica, resultado de un conglomerado de elementos de diferente naturaleza, llamó la atención de los surrealistas, convirtiéndole en todo un mito de Francia.
Y de un “cartero” podríamos llegar a un “aduanero”, pues el perfil de Henri Rousseau se erige como el de uno de los primeros autodidactas puestos en valor por el mundo del arte. Sus pinturas de carácter ingenuo continúan a día de hoy fascinando. La idea de lo autodidacta, por tanto, será bien relevante.
Retornando a esas “escultecturas margigavantes”, habría que referirse, ineludiblemente, a las creadas por Cesáreo Cardín. En 1936, este asturiano daba a conocer un descubrimiento pintoresco en Llanes: en el interior de la llamada cueva de Cuetu-Lledías, había aparecido una serie de pinturas rupestres, que darían fama a este municipio español. Más tarde, se descubriría que todo había sido una invención de su supuesto descubridor, siendo el propio Cardín el autor de las mismas, aprovechando sus conocimientos en arte prehistórico.
La unión de investigación histórica y arte, presentes en dicho personaje, no será baladí sino una constante a lo largo del siglo pasado y del presente. El tercer elemento en discordia, la falsificación, puede considerarse colateral, pero da una idea de la importancia que, durante la primera mitad del siglo XX, se dio a las culturas primitivas dentro de la propia cultura occidental y, más concretamente, desde la creación artística.
Cardín, además de trabajar como ayudante del Conde de la Vega del Sella en sus investigaciones arqueológicas, había demostrado su talento para la producción artística propia, representada en la serie de esculturas antropomórficas realizadas en la misma finca en la que vivió, cerca de la supuesta cueva prehistórica descubierta.
Recuerdo cuando penetré por primera vez en aquel jardín, de la mano del cineasta Gonzalo Suárez, reviviendo algunas escenas de su film vanguardista Aoom. Por aquel entonces pasábamos unos días de Semana Santa en su casa de Asturias, preparando el guión de una serie sobre Cervantes. En uno de esos días, dando un caminata, llegamos hasta la finca y decidimos visitarla. Tuvimos que sortear un precinto que impedía la entrada al lugar, abandonado y en progresivo deterioro. Ya dentro, con cada paso, no podía evitar rememorar algunos de los fotogramas de aquel extraño film dirigido por aquel que ahora me acompañaba, concretamente los que mostraban aquel misterioso escenario. Sus inquietantes criaturas pétreas podían relacionarse con ese tipo de arte sobre el que en aquel tiempo se comenzaba a poner atención, relacionado con el primitivo: aquel realizado fuera de toda norma, ligado a lo naif, lo infantil e incluso a la locura. Un trabajo efectuado por manos supuestamente inexpertas y alejadas de todo estudio artístico, pero que sin embargo, poseía una especie de aura que fascinaba a los investigadores y artistas (creadores como Jean Dubuffet trabajarían en este sentido, siguiendo un estilo denominado como art brut).
A dicho proceder han continuado insuflando vida otras manos, como las de Máximo Rojo, autor de otro jardín escultectónico digno de estudio en Alcolea del Pinar, Guadalajara. De nuevo, retomamos el estudio de Ramírez al referir al trabajo de este creador outsider (cuya obra descubrió en compañía de Julián Diaz, profesor de Historia del Arte), junto al de Laura Pelayo (quien catalogó cada una de las obras de Rojo). En tercer lugar, debemos citar obligadamente a Guillermo G. Peydró, autor del “film-ensayo” El jardín imaginario (2012).
Su pieza audiovisual no resulta sólo interesante por acercarnos a la historia de este creador y al lugar mágico que originó, sino por ponernos en comunicación con otros elementos asociados al misterio de la creación y a sus vasos comunicantes, que nos unen a la naturaleza intrínseca del ser humano.
Como el de Cardín, el legado de Rojo se encuentra abandonado, a la espera de su lenta destrucción. Algo verdaderamente lamentable por cuanto implica el carácter original y único del mismo. Los trabajos referidos en torno a su valor por parte de los citados autores vienen a reivindicar la importancia del mismo.
Peydró hace muy bien prologando su película con una sugerente cita de Federico García Lorca bien sugerente, que dice así: “Mi ‘jardín’ es el jardín de las posibilidades, el jardín de lo que no es, pero pudo (y a veces) debió haber sido, el jardín de las teorías que pasaron sin ser vistas y de los niños que no han nacido”.
La poesía escrita dialoga con la de las imágenes de aquellas figuras que se erigen calladas en un paraje también silencioso, en un blanco y negro sobrio que sumerge al espectador todavía más en ese “no tiempo” o “no lugar”, preñado paradójicamente de sentido y significado.
Una voz en off de mujer aporta una nueva mirada a este espacio desde otra perspectiva (la epistolar): “Te escribo desde tu jardín en ruinas. Es como lo describiste: fantástico, delirante. Un resumen del mundo en piedra, modelado por un hombre que se sentía instrumento de Dios”. Una cosmogonía plástica pues, realizada por quien pudo ser guiado por la mano divina. “Hoy nadie le conoce y su jardín se rompe despacio”. Todo un mosaico del cual comienzan a desprenderse sus piezas, integrándose en la naturaleza terrestre.
Es precisamente en esa escritura fílmica que permite el “cine ensayo” donde Peydró realiza un ejercicio de autorreflexión buscando expresar la dificultad que conlleva la tarea de recrear este espacio a través del formato audiovisual: “¿Cómo describir con una cámara ese lugar olvidado, doliente, que pronto desaparecerá? ¿Cómo transmitir el espacio, el trabajo, la obstinación? Aquí, más que en ningún lugar, «el espacio es una duda». Su “film sobre arte” se pone al servicio precisamente de esto, de la obra y del autor estudiado: “la historia de un hombre singular” nacido en 1912 y dedicado a la agricultura en un pueblo de Guadalajara que, tras jubilarse a los 65 años, “apiló cemento y fabricó una escultura”: “Nunca lo había hecho antes y nunca dejará ya de hacerlo”, trabajando sin descanso durante sus últimos veinte años. Sus acciones parecían moverse bajo una “pulsión inexplicable”, dejando tras su muerte “un jardín de 400 rostros que resume la historia del mundo en 21 capítulos”.
Las teselas que funcionan como piezas de este gran puzle nos invitan a mirar desde el detalle al conjunto. De la uña se llega al león. La narradora nos plantea el gran enigma: ¿Qué fue lo que llevó a un hombre a fabricar estas imágenes y reordenarlas creando este imaginario? Es aquí donde el arte escultectónico entra en relación con el cine, que también se encarga de crear y montar imágenes.
De forma transversal y a la vez paralela, Peydró nos conduce geográficamente al lugar que vio nacer el cine, Francia. Allí, la obra de Máximo Rojo se compara con la de otros personajes que (anónimos o no, artistas y tampoco), pujan por dar forma material a sus ideas e inquietudes internas.
De esta forma, siguiendo la estela de Jean-Luc Godard, Agnès Varda o Chris Marker, Peydró trasciende los límites tradicionales del relato para conducirnos sin brújula ni reloj a otras posibilidades afines al tema protagónico. Y lo hace auspiciado en una tesis consolidada, con argumentación casi científica. Mechthild Kalisky parece servir de soporte para ello, cuando afirma no creer que “cada ser sea un artista, pero cada ser es un creador en todos los sentidos”.
El ejemplo de Rojo es claro, pues parecía ser un hombre no destinado a la creación libre y sensible, pero la deriva de su propia historia pareció quitar la razón al destino. Creador obstinado, “un Uccello del siglo XXI fascinado por la reinvención de una perspectiva en armonía con el presente”. No obstante, “no basta con seguir la mano del creador para saber lo que piensa”. Resulta complejo indagar en su persona a través de la personificación que de él mismo nos legó en esta faraónica obra, y que ahora parece convertida en un “jardín-cementerio”. Catorce años después de su muerte todo allí parece lleno de “silencio y multitud”, de preguntas más que de respuestas, donde los posibles caminos a recorrer, como los senderos del cuento de Borges, se “bifurcan en árboles de espejos donde habitan todas las posibilidades”. Un “espacio abstracto de puesta en cuestión”, un espacio donde un hombre nos dejó grabada en piedra la ecuación de la creatividad humana que tantas personas buscan, con o sin éxito, por todo el mundo, a lo largo de sus vidas”.
Han pasado casi diez años desde que Peydró filmó su pieza sobre aquel jardín. Preguntamos en la Casa Museo de Máximo Rojo sobre el estado actual de su legado. Nos informan de que, en efecto, sí se ha reformado la casa museo (su propia casa) hace prácticamente un año; así mismo, la exposición que dejó al lado de la panadería, la estuvieron arreglando anteriormente, realizando incluso labores de poda. No obstante, han vuelto a crecer las malas hierbas y vuelve a parecer abandonado: “Hace muchísimos años que falleció, hace muchísimos años que donó su trabajo, hace muchísimos años que salió la noticia de que se dieron no sé cuantos mil euros para su restauración y casi en 2022 sigue cerrado todo…” Y una década después vuelve en este texto el mismo grito de protesta e inconformismo, apelando al sentido común y a la sensibilidad de quienes deben velar por el patrimonio material e inmaterial, que no es sino la representación del legado del ser humano en el mundo. Y el de Máximo representa con mayor intensidad el de muchos, sirviendo como “biblia de piedra” o gran enciclopedia de la Historia. Aquella que él se preocupó de aprender de forma autodidacta, y que ahora (tal vez como símbolo del mundo) vive su ocaso.
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