La ilusión consiste a veces en saber custodiar un cofre lleno de deliciosos recuerdos en nuestra selectiva memoria, como el tesorillo proustiano de Inventario del paraíso (2019) con el que nos obsequia Víctor Colden en su evocadora novela. Porque el inventario, previo arqueo, consiste precisamente en contrastar las existencias, su calidad o su deterioro, y apartar lo caducado de lo válido en ese recóndito cuadernillo de notas que resulta ser nuestra mente tiznada de ensoñaciones del pasado.
En el fondo, no es más que un viaje paralelo que levanta el vuelo ante un olor o un sabor y nos transporta de manera inesperada a un momento cristalizado, o a una asociación mental simbólica. En La Regenta, mucho antes que Proust, Clarín situaba al Magistral ante una sensación de amargura al probar un sorbo de agua que le ofrece don Víctor al final de la controvertida historia: «El agua estaba llena de polvo, sabía mal. Don Fermín no hubiera extrañado que supiera a vinagre. Estaba en el Calvario».
No era precisamente nostalgia lo que sentía el clérigo en esa escena, pero sí una ensoñación, la de atravesar un atormentado viacrucis en un Edén que se le escapaba.
En otro sentido bien diferente, la ensoñación se adueña de Sebastian Flyte en Retorno a Brideshead, la brillante novela de Evelyn Waugh. Flyte manifestaba con nostalgia que le gustaría enterrar algo precioso en los lugares donde había sido feliz y así, cuando fuera viejo, feo y miserable, volvería a desenterrarlo y recordaría.
Francisco Brines también encontró su tesoro en Elca, la Arcadia feliz de su infancia, lamento elegíaco rodeado de perfumados azahares abiertos al Mediterráneo y vigilados por el prominente Montgó en el límpido azul celeste. La constante reflexión del poeta valenciano sobre el paso del tiempo desde el rumor inocente de la niñez, ha cabalgado siempre idealizada a lomos de largas veladas de tertulia lírica con sus amigos poetas en este ámbito que, aunque mítico, fuera “más real” que el Macondo de García Márquez.
Estos momentos breves de la tarde,
con un vuelo de pájaros rodando en el ciprés,
o el súbito posarse en el laurel dichoso
para ver, desde allí, su mundo cotidiano,
en el que están los muros blancos de la casa,
un grupo espeso de naranjos,
el hombre extraño que esto escribe.
(Fragmento de Lamento en Elca, Francisco Brines)
Nunca la nostalgia se ha hermanado tanto en estas historias de fascinación por el ritmo lento, tan arrítmico, genuino oxímoron del vértigo actual. El Brideshead de Waugh, majestuoso y elegante, despojado de toda frivolidad, y Elca, paradigma de la Ítaca que describe Homero en La Odisea, hermosa al atardecer sobre el mar, constituyen, por diferentes razones y contextos históricos, la señal de alarma ante una sociedad que naufraga en una decadente vulgarización desde la estética, sin cultura, sin acervo, encadenada por la demagogia y “la idolatría del soporte, que se come el concepto, el soporte del ordenador, donde es más importante el streaming que el fondo de la cuestión que transmite el directo”, como venía a decir hace poco en una charla el poeta y narrador Alfredo Taján.
Es ahí donde debe resonar la lírica y el espacio de la conciencia ética de cada cual, como la voz que clama en el desierto, como diría Juan el Bautista, en esta constante erupción de patrones televisivos, periodismos ilocutivos y plataformas digitales. Canales de contenidos, todos, responsables de la homogeneización en masa de las culturas, atadas a las dictaduras del pensamiento actual, tan correcto como absurdo.
Y no es que la nostalgia se convierta en sinónimo de conformismo, como aquel fin de trayecto que nos arroja en el andén solitario de una estación sin posibilidades. Tengamos presente que en la Edad Contemporánea unas épocas de auge han sucedido a otras decadentes. Porque, a pesar del cofre de buenos recuerdos que atesora cada uno en su interior, cualquier tiempo pasado nunca fue mejor. Es más, como afirma el filósofo Jorge Freire, “la nostalgia es un carburante que muchas veces moviliza al pensamiento reaccionario”.
Olvidemos, por consiguiente, el fetiche del pasado, aunque cueste aceptar una realidad cada vez más ficticia y radicalizada, extraña y desarraigada. Se trata, pues, de ofrecer un futuro ilusionante, capaz de recuperar sensibilidades arrasadas por un galopante hedonismo y un desmesurado consumismo digital, donde no cabe la cultura del pensamiento, tristemente expulsado de las aulas por la espada ardiente del ángel, la sombra del Edén perdido.
¿Es este el compromiso formativo, intelectual y cultural que el Estado debería tener con las nuevas generaciones? ¿Acaso estas masas homogeneizadas serían capaces de leer durante una hora la poética de Cicerón? ¿Quizá un poemario? Y si lo hicieran, es posible que lo devoraran en un vertiginoso instante, cuando la autoría ha necesitado horas y horas de silenciosa reflexión.
Cuesta imaginar que esta sociedad de la impaciencia se conmueva como lo hizo Montserrat Caballé en 1994 interpretando El Cant dels ocells ante un Liceo arruinado por el fuego. El mismo pálpito de Andrea, en Nada, de Laforet, al contemplar las piedras ennegrecidas por las llamas en Santa María del Mar: “Esta desolación colmaba de poesía y espiritualizaba aún más el recinto”.
La música, como el resto de las bellas artes, debe destilar energía y espíritu de concordia en la confusión de este mundo neblinoso, tan necesitado de armonía, como la que reivindicaba el historiador del arte Javier Mateo Hidalgo en un reciente artículo: «El espíritu de conciliación, la reivindicación de la naturaleza constructora del ser humano, se anuncia como un bien universal y atemporal. El arte como uno de esos dones positivos en la naturaleza del individuo, que permite el progreso y el entendimiento a través de las distintas épocas. Ese espíritu inmaterial, ese fuego interno que permite renacer la civilización tras cada uno de los embates que han amenazado con su destrucción, es lo que Gustav Mahler denominaba como ‘tradición’: ‘no es la adoración de las cenizas sino la conservación del fuego'».
Esa llama interna que reclama Mateo Hidalgo es la que debe impulsarnos a recuperar el Edén perdido, lejos de los disparatados carnavales de esta sociedad del espectáculo, incapaz de detectar las miserias que nublan la capacidad crítica en un mundo como el actual sin respuestas a cuestiones de gran calado.
Probablemente sintamos nostalgia de que otro mundo es posible, el de Elca, suavidad dorada del paraíso entre naranjos, y del refinado Brideshead idealizado por Waugh, ambos en todo caso, hortus conclusus encantados, en un tiempo en el que, como subraya el filósofo y crítico literario Rafael Narbona, «la belleza aún era un imperativo moral y la elegancia un gesto de gratitud hacia la vida».
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