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Por qué escupí en la tumba de Sartre, ofrendé un bolígrafo en la de Cortázar y oré en la de Leblanc

Hace justo diez años estuve en París y visité el cementerio de Montparnasse.

Lo que más me impactó a primera vista fue la exuberancia de flores y canastas que rodeaban la tumba de Serge Gainsbourg. Eso no era lo habitual en otros túmulos célebres. Me sorprendió y agradó.

No tenía claro a quién me iba a encontrar allá, solamente esperaba un montón de nombres famosos, tirando a míticos. Cuando leí sobre una lápida el nombre de Jean-Paul Sartre, mi reacción reflejo fue escupir en ella. Luego pensé en lo que estaba haciendo y contra quién dirigía mi flema, y volví a escupir con mayor consciencia. Después me incliné hacia la de Simone de Beauvoir y musité un respetuoso “madame”, sin comprender que tal vez era lo peor que podía decirle.

Nunca soporté a Sartre. Siempre me pareció insincero en sus prédicas. No soporto a esos intelectuales que esconden sus miedos y taras detrás de un aire de incuestionable autoridad. Sartre era un tipo muy feo que pagaba con la humanidad su fealdad desde un pedestal mesiánico, con túnica ética de tirano camuflado (pero tirano al fin). Disimulando su podredumbre para señalar la de los demás. El tipo debiera haber asumido su condición de monstruo, como he hecho yo, y dejar de arengarnos con sus falsedades. Como Thomas Mann: si en vez de tanto discursito humanista, hubiese asumido su condición sexual y se hubiese divertido un poco, seguramente tendríamos una obra menos grave y más vital, menos plomiza y más ¡plam!

O quizá no hubiese escrito nada pero hubiera vivido más feliz. Y al menos su esposa hubiese sido una persona libre.

Seguí caminando y topé con la tumba de Cortázar. Me sorprendió que, en comparación con la de Gainsbourg, la del escritor estuviese tan desnuda. Yo me la esperaba a lo sepulcro de Jim Morrison, repleto de fanáticos durmiendo allá. Vi algún que otro vasito o jarrito con hojas de papel enrolladas dentro: los adeptos le dejaban sus agradecimientos por escrito. Eso me enterneció. Eran pocos pero no olvidaban. Y eran gente buena, discreta, sin aspavientos. Pensé también dejarle yo algún mensajito garabateado, pero no tenía papel ni aplomo. Lo que sí tenía era un boli en el bolsillo: me pareció bonito abandonarlo sobre la tumba, un obsequio elemental, y así lo hice. Me imaginé a Cortázar escribiendo en el Infierno con un Bic sin capuchón. Me gustó la imagen. Pero si le quito las mayúsculas suena mejor.

Pagado el tributo al dios de las letras, seguí rondando por el bonito cementerio que ahora recuerdo otoñal, aunque en verdad no me acuerdo. Y de pronto me di de bruces con un dios de la infancia, que son los más poderosos: Maurice Leblanc.

No tenía ni idea de que el creador de Arsène Lupin yaciese también allí. Me emocioné como si fuese otra vez un crío leyendo sus gloriosas triquiñuelas. Quise abrazar la tumba para ver si se me pegaba su genio. Rondé idiota en torno y al final opté por sentarme pegado a ella, como un Bruce Banner deseoso de bañarse en rayos gamma y aflorar el animal.

Es lo más cerca que he estado nunca de rendir tributo real a mis héroes, por eso la memoria de esa visita me asalta asidua. Estuve casi media hora allí sentado, pensando en Lupin y en lo mucho que yo debía a ese temprano mago de maravillas –y no lo olvidemos: ¡ladrón!–, que despierta para siempre la imaginación del muchacho y su sentido de la independencia.

Y con esa genuflexión del alma tuve bastante en aquella visita.

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Hernán Migoya

Hernán Migoya es novelista, guionista de cómics, periodista y director de cine. Posee una de las carreras más originales y corrosivas del panorama artístico español. Ha obtenido el Premio al Mejor Guión del Salón Internacional del Cómic de Barcelona, y su obra ha sido editada en Estados Unidos, Francia y Alemania. Asimismo, ha colaborado con numerosos medios de la prensa española, como "El Mundo", "Rock de Lux", "Primera Línea", etc. Vive autoexiliado en Perú.
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