Siempre es interesante saber que estos debates que hoy en día nos parecen tan de actualidad, tan de nosotros, tan de tirarnos los trastos a la cabeza, tan de “las dos Españas”, tan de los unos y los otros, llevan acompañándonos siglos.
Intentar ofrecer una visión de esta batalla intelectual, librada con más o menos gloria según los tiempos y la valía de los contendientes, supone (siempre) enfangarse. Aunque no quieras, siempre te sitúas (o te sitúan) en una de las trincheras. La realidad es que ambas trincheras tienen su parte de razón y su parte de culpa. No todo es blanco o negro.
Una de las batallas más estériles entre los intelectuales patrios ha sido la conocida como “polémica de la ciencia española”, cuyo inicio se ha situado, tradicionalmente, con la aparición de un artículo, en la Enciclopedia francesa, titulado «España». Firmado por Masson de Morvilliers, se decía en él que España nunca había participado en el desarrollo de la civilización europea: “¿Qué se debe a España; de dos, de cuatro, de diez siglos a esta parte, qué ha hecho por Europa?”.
Semejante pregunta encendió a los unos y a los otros. Aún hoy en día hay muchos que siguen mirándose el ombligo, intentando responder a una pregunta que no es tal. Porque Morvilliers no pretendía preguntar: tan sólo estaba exponiendo su teoría. Incendiaria, por otra parte.
Estos “y tú más”, estas historias de “yo tengo a Newton y a Boyle, ¿tú qué has ofrecido?” no son más que peleítas de niños chicos. Durante años he acumulado información más que suficiente para escribir un voluminoso tratado al respecto. ¿Para qué? En realidad, para nada. La retórica es lo que tiene: cuando se intenta persuadir a partir del discurso se pierde todo rastro de imparcialidad.
Frente a ello, está la práctica historiográfica, que es lo que siempre he perseguido en mis investigaciones. Los datos son los que son. Y así, por ejemplo, si tú dices que la (temible) inquisición española prohibió la lectura de Paracelso y todos sus seguidores piensas, de inmediato, que ningún médico, cirujano o boticario español supo de la existencia de la doctrina paracélsica. Si te quedas en los índices de libros prohibidos, esa es la única idea posible. Ahora bien, si te vas a los folletos, opúsculos y libros varios publicados por profesionales de la salud a lo largo del siglo XVII, compruebas que, lejos de cumplirse las normas inquisitoriales, los nombres de Paracelso, Adam von Bodenstein, Gerard Dorn o Jan Baptista van Helmont (por citar sólo algunos de los autores prohibidos) circulaban libremente en los círculos médicos españoles…
Partir de ideas preconcebidas siempre conduce al error.
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