Hace dos décadas que me topé, por vez primera, con el Tratado de la redondez de la tierra. Aunque se trataba de un aspecto alejado, por aquellos entonces, de mis márgenes habituales como historiadora de la farmacia, había algo magnético en ese tratado. Y en su autora, María de Jesús de Ágreda (1602-1665), nacida María Coronel Arana.
Fui a Ágreda, porque no se puede escribir nada de nadie sin haber pisado, al menos, el suelo que pisó. Sin ver lo que sus ojos vieron. Y me lancé a una búsqueda de fuentes similar a la que acababa de realizar para mi tesis doctoral. Una tesis que aún no había defendido pero que ya estaba finiquitada.
Trabajaba sobre sor María en mis ratos libres, cuando volvía a casa por las tardes, después de pasar el día en la facultad. Peiné los fondos manuscritos de la Biblioteca Nacional. Viajé por media España, tras las pistas de catálogos centenarios, que hablaban de manuscritos perdidos en bibliotecas provinciales. Dejé de hacer investigación solitaria porque, en el tránsito, conocí al Cordobés, que se transformó en escudero de excepción y empezó a entender lo que se le venía encima estando al lado de una loca como yo. Descubrimos, por aquel entonces, lo maravilloso que resulta levantar la vista en una sala de investigación y cruzar nuestros ojos para decir, con una simple sonrisa cómplice, que sí, que allí está, que ha saltado la liebre, que ha aparecido EL DATO.
De todos los puntos fascinantes que caracterizan a mi sor María, me emperré en uno, en el mítico manuscrito titulado Tratado de la redondez de la tierra, donde describe el supuesto viaje realizado, «a lomos» de sus seis ángeles custodios, desde su convento soriano hasta las agrestes tierras de Nuevo México, un territorio recién ganado para la corona española y presto a ser evangelizado. Una evangelización que disputaban jesuitas y franciscanos, siempre dispuestos a ganar almas para la causa y recibir, de paso, los pingües beneficios económicos que aquella acción reportaba, en forma de «subvenciones» salidas, directamente, de las arcas reales. Una evangelización que ganaron los franciscanos, merced a utilizar los «servicios» de sor María, una joven monja concepcionista que sufría frecuentes arrobos y desmayos místicos. Una mujer que, decían, había evangelizando tribus enteras de indios jumana sin salir de su convento soriano. Una mujer utilizada por los hombres para conseguir sus objetivos. Nada nuevo bajo el sol…
La «experiencia» americana le valió a sor María hasta dos investigaciones inquisitoriales, de las que pudo salir con bien merced a su extraordinaria inteligencia. Una inteligencia que subyugó a Felipe IV, conocido entre sus contemporáneos como El Grande. Un Felipe IV que transformó a sor María en su consejera. La única de los miles de mujeres que ese Austria díscolo no se llevó a la cama. La única a la que no disfrutó carnalmente. La única a la que sólo gozó intelectualmente.
A la muerte de sor María, los jerarcas franciscanos se apresuraron a desplazarse hasta el recoleto convento soriano, dispuestos a hacer desaparecer todo documento comprometido, para la orden o para la corona. Entre ellos, hicieron desaparecer la copia original del Tratado de la redondez de la tierra. Y no creo que importase tanto su contenido, inocente a nuestros ojos actuales, como la verdadera naturaleza del mismo.
En su Tratado de la redondez de la tierra, sor María no contaba nada extraordinario sobre sus supuestos vuelos y sí mucho sobre astronomía y geografía. Sor María era una intelectual de gran valía, formada entre los cuatro muros de su convento, con la única ayuda de sus lecturas.
No contentos con hacer desaparecer el Tratado, consiguieron que las autoridades eclesiásticas de Roma lo declarasen espurio. Y desapareció. Tan sólo quedaron copias posteriores, aunque nunca se llegaron a tener muy en cuenta, por su carácter tardío y la imposibilidad de asegurar la verdadera autoría. Fue así que sor María quedó relegada de los libros de historia de la ciencia, aunque le cabría ocupar un puesto destacado. Y fue así… fue así hasta que llegó esta Meiga, que no da una batalla por perdida y que, también hay que decirlo, tiene una suerte de imán para toparse con manuscritos y datos increíbles.
Cuatro años de investigaciones. Los primeros, para hacerme una idea de la verdadera dimensión de sor María, familiarizarme con su biografía, leerme todos sus escritos. Los últimos, para encontrarme dos manuscritos de extraordinario valor. En bibliotecas que, a priori, nada tenían que ver con sor María. Porque los verdaderos descubrimientos se hacen donde nadie ha buscado con anterioridad, seguros de que allí no hay nada interesante. Y así fue cómo me encontré con una copia directa del manuscrito original. Una copia certificada con una carta donde se detallaban las razones de su presencia en aquella biblioteca. Es decir, sor María sí escribió un Tratado de la redondez de la tierra. Sí contó una historia muy similar a la que encumbró, por fechas similares, a Athanasius Kircher o Cyrano de Bergerac. Sí merece su puesto de honor por sí misma, por sus escritos, por su cultura, más allá del papel que le ha reservado la Historia, como simple consejera regia.
Un relato que debe ser escrito. Quizás he esperado hasta ahora porque necesitaba alcanzar la visión que tengo actualmente sobre las mujeres. Quizás no lo publiqué entonces porque sabía, sin saber, que no era el momento.
Nota: Esta mañana os hablaba del «Tratado sobre la redondez de la Tierra», de sor María de Jesús de Ágreda. Acabo de descubrir, con gran placer, que la Biblioteca Nacional de España ha digitalizado dos de los manuscritos conocidos. Ambos son copias del original, hoy desaparecido, fechadas a comienzos del siglo XVIII. Aquí os dejo el enlace a uno de ellos (http://bdh-rd.bne.es/viewer.vm?id=0000051507&page=1), de signatura Mss. 5513.
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