En los Festivales Mozart que durante varios años engalanaron las primaveras madrileñas, fue programado a menudo el Don Giovanni con resultados diversos pero alguno de ellos de suficiente nivel músico-vocal y escénico. El Teatro Real lo incluyó en sus temporadas de 2005 y 2013, respectivamente producciones de Lluís Pasqual (equivocada) y Dmitry Tcherniakov (inaguantable). Claus Guth presentó en diciembre de 2020 una tercera propuesta muy acorde con su personalidad y currículo, ya bien conocidos en el escenario gracias a trabajos anteriores. Al lado de una acertadísima Rodelinda haendeliana o un imperdonable Parsifal wagneriano, había dejado un buen recuerdo con la mozartiana Lucio Silla, discutible realización pero que mereció un general consenso de crítica y público. Lo mismo que logró este Don Giovanni ambientado en frondoso bosque de extraordinario realismo (Christian Shmidt) con el que la iluminación (Olaf Winter) jugaba a menudo ofreciendo bellísimos momentos visuales.
El escenario giratorio permitió evitar, en cierta manera pero no del todo, la posible y peligrosa monotonía. El vestuario (del mismo Schmidt) situaba a los personajes muy lejos del concepto original y sus marcadas motivaciones acabaron de completar ese distanciamiento. Guth desde luego que fue fiel a su punto de partida, añadiendo datos de propia cosecha, consiguiendo como ya es habitual en estos casos las consiguientes contradicciones entre lo que se escuchaba y lo que se veía.
Toda su propuesta mereció la pertinente y clara exposición en las notas del programa a cargo del director del teatro. Agradecible aportación, que está convirtiéndose en una consante, cuando los registas no atienden al planteo propio de las obras. Obras que se explìcan y se defienden perfectamente por sí mismas, más en un caso tan como el presente. Guth es el típico Regitheater y con él hemos, otra vez, topado.
Seguro que es Guth responsable de que la obra termine como en el estreno de Praga, con la muerte del protagonista y sin la moraleja en grupo del final añadido por Mozart en Viena (y que completa de paso el retrato de los personaje). Que el tenor pasase por alto la interpretación de Il mio tesoro (al menos en la representación del 28 de diciembre de 2020) debió tener otros motivos. Una lástima porque Mauro Peter hizo de Dalla sua pace un modelo interpretativo de cómo ha de cantarse Don Ottavio, variando con suprema elegancia las dos estrofas de la página.
Amo y criado, Christopher Maltman y Erwin Schrott, presentes en el estreno salzburgués de algo más de una década, cantaron y actuaron en perfecta conexión entre ellos y en relación con la música y la directrices escénicas. Maltman aprovechó para destacar en sus dos muy diferentes y extremos momentos, dos paginas solistas que, siendo protagonista titular, no tienen el empaque y la proyección de las de sus otros compañeros. Schrott por su lado, hizo del aria del catálogo un referente de cómo ha de cantarse este momento. Los dos y el resto del equipo desentrañaron los recitativos dapontianos de una manera minuciosa, hasta la frase más humilde matizadamente destacada (¿Guth, Bolton o al alimón?).
Brenda Rae, Donna Anna, estuvo a la altura de las demandas del personaje ofreciendo un intimísimo Non mi dir tras un intenso acompagnato previo superando ese tramposo salto de octava en la palabra abbananza. Sobresaliente la Elvira de Anett Fritsch en todas sus bien diferentes intervenciones y dentro de la mejor tradición la Zerlina de Louise Alder.
Por la parte masculina del resto: hermoso y lírico timbre el del bajo Tobias Kehrer, aunque un poco más de poderío sonoro no le vendría mal a su Comendador, y completamente eficaz desde cualquier ángulo a juzgar el Masetto de Krystof Baczyk. El coro pese a su escasa comparecencia, se hizo notar.
En el foso, Ivor Bolton volvió a demostrar su capacidad, sea el repertorio que sea, como director musical y concertador.
Imagen superior © Javier del Real, Teatro Real.
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