Aunque la familia de los tálpidos (Talpidae) excava sus madrigueras en medio mundo, escribo estas líneas pensando en las dos especies que me resultan familiares, Talpa europaea y Talpa occidentalis. Les hablo, por tanto, del topo menudo y aterciopelado que, de cuando en cuanto, revela su presencia con esos montículos de tierra tan frecuentes en huertos y jardines.
Para los niños, el topo es una criatura benéfica y misteriosa. La solución que adopta para seguir vivo ‒ocultarse bajo tierra‒ combina dos estrategias fascinantes: cavar interminables galerías y ocultarse de nuestra mirada, con un afán que resulta entre encantador y enigmático. Precisamente son esas costumbres en el subsuelo las que han convertido a nuestro topo en un animal que aparece con frecuencia en la literatura infantil, perpetuando así algunas leyendas sobre su comportamiento que quizá convenga desmentir.
En Pulgarcita (1835), de Hans Christian Andersen, «un feo topo de piel de terciopelo» pide la mano de la protagonista. En este cuento, el pequeño animal odia la luz del sol y guarda oscuras sorpresas en su casa subterránea. «Hacía poco había excavado un largo corredor por la tierra que había entre la casa de la ratita y la suya propia, y dio permiso a Pulgarcita y a la rata para que fueran a pasear por él siempre que quisieran. Pero les dijo que no se asustaran del pájaro muerto que había en el corredor; era un pájaro muerto, con plumas y pico, que seguramente había muerto hacía muy poco, al empezar el invierno, y lo habían enterrado justo en el sitio donde había hecho el corredor» (La sirenita y otros cuentos, trad. de Enrique Bernárdez, Anaya, 1991).
En 1908, Kenneth Grahame creó a uno de los topos literarios más populares de todos los tiempos. Recordemos cómo lo presenta en escena. Llega la primavera, el Topo abandona su galería y se dedica a soñar despierto en la superficie. «Todo parecía demasiado bueno para ser verdad. El Topo corría afanosamente de acá para allá por las praderas, a lo largo de los setos, a través de los bosquecillos, encontrando por doquier pájaros que anidaban, flores en capullo, hojitas que acababan de brotar: todo feliz y atareado, creciendo y pujando» (El viento en los sauces, trad. de Juan Antonio Santos, Valdemar, 2003).
Otro personaje entrañable, Topito (Krtek o Krteček en checo), pasó al imaginario infantil gracias a la creatividad del animador e ilustrador Zdeněk Miler. Su primera aventura, Topito y los pantalones (1957), nos presenta al protagonista, un topo que necesita unos pantalones con bolsillos para realizar todas la tareas que le esperan en su morada subterránea. Gracias a otros animales del bosque, su deseo se verá felizmente cumplido.
El topo creado por Miler, además de ganar fama en libros y películas animadas, ha sido el que más lejos ha llegado. Ocurrió en 2011, cuando el astronauta Andrew Feustel subió al transbordador espacial Endeavour con un peluche de Topito. En realidad, aquello fue un guiño privado a la esposa checa de Feustel, pero nos da una idea de la notoriedad alcanzada por el personaje.
Ahora díganme, ¿qué tienen en común Topito o el feo topo de Andersen con los topos reales, que exploran las profundidades de nuestros campos? En realidad, no demasiado, más allá de su empeño en perforar el suelo y huir de la luz diurna.
En realidad, esta bestezuela es un prodigio de adaptación. Sus galerías, en contra de lo que suele creerse, no son exactamente un hogar, sino un tendido de trampas que al topo le permite obtener su alimento: lombrices, larvas y otros pequeños seres que hayan tenido la mala idea de penetrar en sus dominios.
Es en los túneles donde el topo completa su biografía: allí forma pareja, allí es también donde cría a su progenie ‒dos camadas por año‒ y allí es donde, llegado el caso, se las ve con sus adversarios. Como ya imaginan, esa morada subterránea tiene una complicada estructura. La madriguera, a través de un conducto, conduce a las galerías de caza y asimismo a los pasajes por donde el topo puede huir de sus eventuales atacantes.
Aunque en algunos lugares lo confunden con el topillo (Pitymys duodecimcostatus), y por tanto consideran que es una presencia perniciosa para la jardinería y la agricultura, en general el topo es una señal de buena salud de la tierra.
Al igual que las musarañas, come de forma insaciable ‒ni se imaginan cuánto‒ y emplea sus extremidades ‒otro éxito evolutivo‒ para excavar sus pasadizos, sean estos superficiales o profundos. En contra de lo que algunos creen, el topo no consume ni bulbos ni raíces. De hecho, hablamos de un carnívoro, capaz de alimentarse con alacranes, limacos, lagartijas, serpientes e incluso ratones de campo. Por consiguiente, nadie debería culparle de ciertos daños que, en realidad, están causados por roedores como el mencionado topillo, que ocasionalmente aprovechan las toperas para acceder a ese festín.
En todo caso, sí que es cierto que los topos, en su rutina cotidiana, pueden convertirse en un problema. Esta contradicción entre beneficios e inconvenientes fue señalada por el entomólogo Jean-Henri Fabre. En su libro Los auxiliares (1873), dedicado a los animales que son aliados nuestros en la agricultura, decía cosas muy positivas a propósito del topo: «Su condición de encarnizado destructor de gusanos ‒escribe‒ es lo que me conduce a tomar la defensa del topo y a concederle el título de auxiliar, no sin ciertos reparos. Porque, en efecto, ese título no lo merece sino con ciertas restricciones. Para coger grillos reales, gusanos blancos y larvas de toda especie de que se alimenta, el topo está obligado a cavar por entre las raíces en que la caza habita. Cuando alguna raíz le estorba, la rompe; las plantas quedan descalazadas, levantadas (…) A un topo le basta una noche para poner en desorden extensiones considerables, porque el famélico animal es de una singular presteza para minar el suelo donde espera encontrar comida. (…) A los enemigos encarnizados del topo me permitiré hacerles observar que los gusanos blancos hacen estragos mucho más graves, y que para librar de ellos un campo nada supera al famoso cazador. (…) Las toperas están formadas de tierra finamente mullida, que, extendida con el rastrillo, es muy favorable para los brotes jóvenes de césped; las galerías subterráneas son sangrías que sanean el suelo, ofreciendo salida a las aguas sobrantes, como podrían hacerlo los canales de avenamiento o drenaje. (…) Si yo tuviera una huerta infectada de gusanos blancos, vais a ver lo que haría. En primavera soltaría allí media docena de topos cogidos vivos en el campo y los dejaría en paz que se entregasen a sus cazas» (Los auxiliares, Espasa-Calpe, 1936).
Además de poseer unos sentidos fabulosamente desarrollados, el topo posee otra cualidad que los cuentos infantiles ignoran. Me refiero a su carácter indomable, tan feroz con el de los grandes depredadores. Lo saben bien los biólogos que han estudiado sus enfrentamientos durante la época de celo, que muchas veces se resuelven con la muerte de uno de los contendientes. En este sentido, la bravura del topo bajo tierra es tan proverbial como la timidez que muestra cuando se asoma al exterior.
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