«A finales de marzo de 1939 ‒escriben Williamsom Murray y Allan R. Millett‒ Gran Bretaña y Francia habían garantizado la independencia de Polonia y Hitler, furioso, había tomado la decisión de eliminar a los polacos por medio de la acción militar en septiembre de aquel año. (…) Tras los planes alemanes, se hallaba el tema recurrente de que la Wehrmacht debía ejecutar las operaciones de manera rápida y despiadada. En el plano estratégico, este planteamiento reflejaba la esperanza de Hitler de que una victoria militar rápida disuadiera a Gran Bretaña y Francia de intervenir. (…) El rápido colapso de los polacos dio a la Unión Soviética una excusa para intervenir el 17 de septiembre. Proclamando que no hacía más que proteger a la población fraterna de Bielorrusia y Ucrania, el Ejército Rojo cruzó la frontera oriental de Polonia el 17 de septiembre. (…) Las deportaciones, ejecuciones y detenciones que llevaron a cabo los nazis en el oeste y el centro de Polonia tuvieron su equivalente en lo que las fuerzas de seguridad de Stalin estaban haciendo en el este. Un destino más sombrío aguardaba a los judíos» (La guerra que había que ganar, 1998).
El antecedente de aquella invasión fue el Pacto de No Agresión Germano Soviético firmado el 23 de agosto de 1939. Su auténtico punto de partida era el deseo por parte de ambas dictaduras de resarcirse, a costa de sus vecinos, de las pérdidas territoriales sufridas tras la primera Guerra Mundial.
Entre esas perdidas territoriales, se contaban las que dieron lugar al renacimiento del estado polaco. Al invadir Polonia, a Hitler le preocupaba más soliviantar a la URSS que los compromisos de defensa adquiridos por Gran Bretaña y Francia. De ahí el pacto entre ambos dictadores, que dicho sea de paso, no sólo se limitaba al desmembramiento y reparto de Polonia.
El pacto acordaba la no agresión mutua y marcaba una serie de esferas de influencia para cada nación. Materializando su imperialismo, Stalin tenía sus miras puestas en Finlandia y los estados bálticos, y Hitler se aseguraba el frente oriental para, a diferencia de lo ocurrido en la Primera Guerra Mundial, enfrentarse a los aliados occidentales en un único frente.
Todo el plan de partición de Polonia estaba contenido en unos protocolos secretos que, una vez más, resaltaban la naturaleza criminal de ambos regímenes. Hitler y Stalin actuaron como gangsters de Chicago o miembros de las cinco familias de la mafia neoyorquina, repartiéndose un barrio, una ciudad… acotando zonas y actividades y evitando fricciones que hicieran resentirse sus beneficios.
Foto superior: el 23 de septiembre de 1939, durante el desfile de la Wehrmacht y del Ejército rojo en Brest-Litovsk, Mauritz von Wiktorin, Heinz Guderian y Kombrig Semyon Krivoshein posan en actitud amistosa.
Guerra relámpago
Alemania invadió Polonia el 1 de septiembre y, gracias a la novedosa técnica de la guerra relámpago (blitzkrieg), a mediados de mes tenía bajo su yugo la mitad del país.
Los polacos no pudieron evitarlo, pese al infinito arrojo que demostraron. «A los tanques y a los cañones alemanes ‒escribe Robert Abirached‒, Polonia no podía oponer más que las lanzas de su caballería. En cuarenta y ocho horas, su Aviación fue destruida; su Ejército fue abatido en una semana, pero aún prosiguió haciendo durante quince días una resistencia heroica. La población civil no tardó en saber lo que costaba oponerse a los señores de la guerra y en qué consistía exactamente el nuevo orden. Por todas partes se producían escenas de desolación, y Europa empezó a acostumbrarse a contemplar escenas de éxodo. La URSS, sin embargo, inquieta ante la rapidez de la conquista nazi, empezaba a temer llegar demasiado tarde al reparto de los despojos. El 17 de septiembre de 1939, cuando Polonia estaba ya prácticamente vencida, las tropas soviéticas cruzan la frontera y hacen su conjunción con los alemanes, el día 19, en Brest-Litovsk. El 28, los nuevos cómplices firmaban un segundo pacto para repartirse el botín» (Gran crónica de la Segunda Guerra Mundial, 1965).
El general Johannes Blaskowitz, al mando del Octavo ejército, tomó Varsovia, donde fue nombrado Gobernador militar y Comandante en Jefe del Este. Pero su ánimo cambió cuando las SS y los Einsatzgruppen comenzaron a dejar un rastro de sangre tras de sí. Blaskowitz, un militar de la vieja escuela, llegó a condenar a dos miembros de las SS por crímenes contra la población civil, pero Hitler anuló esa sentencia y despreció las quejas de su general. En febrero de 1940, Blaskowitz denunció de nuevo a las SS, preocupado por el sinnúmero de violaciones y crímenes que se estaban cometiendo, y convencido de que esa barbarie, dirigida sobre todo contra los judíos, afectaba a la moral de los soldados de la Wehrmacht.
El 29 de mayo de 1940, Blaskowitz fue relevado del mando. La masacre siguió su curso. Años después, el general ocupó el banquillo de los acusados durante los Juicios de Nuremberg. Aunque esperaba ser absuelto, se suicidó el 5 de febrero de 1948. Corrió el rumor de que, en realidad, había sido asesinado por algún miembro de las SS que deseaba evitar nuevas declaraciones por su parte, a propósito de las matanzas en Polonia.
La ferocidad alemana está bien documentada, pero es menos conocido lo que sucedió cuando la URSS invadió el país por el este.
Con la confusión de los primeros momentos, hubo entre los polacos quien pensó que el Ejército Rojo venía en su ayuda para hacer frente al agresor germano. Pero esta ilusión pronto se desvaneció, al igual que la resistencia ante los invasores.
Para los primeros días de octubre, las últimas bolsas de resistentes polacos ya habían sido aniquiladas. Los soviéticos argumentaron que el motivo de la intervención era la salvaguarda de las comunidades eslavas en Polonia, que antaño habían pertenecido a la Rusia zarista, formadas por ucranianos y bielorrusos. En todo momento, los rusos manifestaron su afán de neutralidad. Pero los hechos contradecían de forma dramática esa apariencia.
Terror estalinista
A pesar de la hipocresía de la URSS, quedó claro que estaban allí para quedarse, haciéndose con un territorio cuya extensión era algo más de la mitad de Polonia, habitado por 13 millones de almas, frente a los 22 millones de la zona bajo dominio nazi.
Inmediatamente, los soviéticos pusieron en marcha la maquinaria del terror estalinista, cuyo primer avance fueron los fusilamientos de soldados polacos que tuvieron la osadía de hacer frente al Ejército Rojo invasor.
Además, comenzaron las depuraciones de funcionarios, de miembros de las fuerzas de seguridad o de aquellos que encajaban en la denominación de enemigos del socialismo. Para desgracia de los polacos bajo dominio alemán, el trato que recibieron no fue muy diferente.
A medida que la burocracia soviética iba ensamblando su andamiaje, el uso del terror se fue sistematizando. Incluía deportaciones a gulags, desapariciones y, por supuesto, más ejecuciones.
Pasará a la historia de la infamia del género humano la conocida como masacre de Katyn: una serie de fosas comunes localizadas en 1943, donde yacían 15.000 oficiales polacos –algunos autores elevan la cifra a más de 22.000– con las manos atadas a la espalda y un disparo en la nuca.
Durante décadas se pensó que la masacre de Katyn fue cometida por los nazis. La alianza que fraguó durante la Segunda Guerra Mundial, en la que el enemigo nítido fue Alemania, hizo que aquel fuera un episodio incómodo, que convenía olvidar.
El primer ministro polaco en el exilio, Władysław Eugeniusz Sikorski, llegó a explicarle a Winston Churchill las pruebas que demostraban la culpabilidad de los soviéticos. De forma trágicamente oportuna, el avión que trasladaba a Sikorski, a su hija y a su jefe de gabinete, Tadeusz Klimecki, se estrelló cuando despegaba del aeropuerto de Gibraltar el 4 de julio de 1943. Aunque es muy probable que ya supieran la verdad, Churchill y los aliados decidieron ignorar esas acusaciones y dieron por buena la explicación del Kremlin.
La mentira se mantuvo hasta 1989. Un año después, el Gobierno ruso reconoció que Katyn había sido una decisión de Stalin, ejecutada por el NKVD.
El cineasta Andrzej Wajda rodó una película sobre aquel episodio, Katyn (2007), en la que él mismo trataba de poner en orden recuerdos familiares. «Todos los hombres que murieron ‒escribe Wajda‒ lo hicieron como miembros de la intelligentsia polaca, lo que allanó el camino para el sometimiento de Polonia ante Stalin. Un tema paralelo al crimen de Katyn es la mentira sobre Katyn y la postura oficial soviética de que los alemanes habían cometido el hecho en 1941, después de que invadieran territorio soviético durante la guerra. Esta mentira tuvo su mayor impacto en las esposas, madres e hijas de los oficiales asesinados. Pues estas mujeres fueron quienes, en su lucha por descubrir la verdad, experimentaron la mayor represión del nuevo gobierno después de 1945. Por eso, durante años, Katyn ha sido un proceso abierto, una herida enconada en la historia de Polonia (…) Después de tantos años de la tragedia de Katyn, desde la exhumación alemana en 1943 y el posterior trabajo de investigación polaco en los años 90, e incluso a pesar de la divulgación parcial de los archivos, aún sabemos muy poco sobre qué aspecto tenía el crimen de Katyn en abril y mayo de 1940. No es de extrañar que durante años estuviéramos convencidos de que nuestro padre estaría vivo, ya que el apellido Wajda figuraba en la lista de Katyn, pero con el nombre de Karol. Mi madre, casi hasta el final de sus días, creyó que su marido regresaría. Mi padre Jakub Wajda había sido combatiente en la Gran Guerra, la guerra polaco-soviética, el levantamiento de Silesia, y en la campaña de septiembre de 1939, beneficiario de la Cruz de Plata y de la Orden del Virtuti Militari otorgada póstumamente».
Mientras cometía estos crímenes, la administración soviética completó sus planes. A finales de octubre de 1939, organizó una farsa electoral en los territorios de mayoría bielorrusa y ucraniana, donde la “voluntad popular” votó mayoritariamente a favor de la incorporación en la URSS.
A continuación, se produjo una autentica limpieza étnica, erradicando la lengua, economía, política y lengua; en definitiva, la identidad polaca. No obstante, estas medidas fueron suavizándose de manera leve en 1940, tras la derrota de Francia ante los nazis, que comenzaban a experimentar las simpatías que despertaban entre los nacionalistas ucranianos.
Ni que decir tiene que los líderes comunistas internacionales justificaron en todo momento la invasión de Polonia. Por ejemplo, el 18 de febrero de 1940 Dolores Ibárruri, la Pasionaria, escribía lo siguiente en España Popular: «Los hombres de la socialdemocracia, al servicio del gran capital, se atreven a llamar democrático al Estado polaco, el que fue cárcel de pueblos, donde el obrero no tenía derecho a organizarse libremente, donde el proletariado polaco llevaba la misma existencia de esclavos que el resto de los pueblos oprimidos. Ellos se declaraban solidarios con los gobernantes de la Polonia reaccionaria, desaparecida sin honor y sin gloria, porque los terratenientes polacos, los coroneles venales y que formaban su gobierno y que no representaban la voluntad del pueblo polaco ‒que no tenía ni voz ni voto para decidir sus destinos‒, representaban, sin embargo, los intereses de los banqueros y grandes capitalistas de Londres y París».
A medida que crecían los temores soviéticos a una agresión alemana, Stalin emprendió campañas de propaganda para excitar el sentimiento anti alemán de los polacos. Esto conllevó cierta relajación en las medidas represivas: se hicieron ciertas concesiones en el terreno cultural y lingüístico y se barajó la posibilidad de crear unidades polacas en el seno del Ejército Rojo.
Obviamente, estas medidas hipócritas estaban destinadas a hacer de la Polonia ocupada un estado tapón frente a la Alemania nazi. En realidad, la intención era usar a los polacos como carne de cañón.
Para su desgracia, miles de polacos encarcelados en prisiones de su territorio patrio no tuvieron ni siquiera la opción de enfrentarse a la ofensiva nazi. Cuando ésta se produjo, los soviéticos en retirada asesinaron a sangre fría a decenas de miles de ellos, muchos en las mismas celdas que ocupaban. No deseaban dejar con vida a polacos deseosos de revancha.
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