La política es un excelente asunto para un narrador. ¿La política como genero literario? ¿Como arte de la mentira? No. Más bien, la política como ruta, o quizá como despeñadero ‒por desgracia‒ del héroe o el villano sobre el que trate la historia.
De entrada, cualquier político es ambicioso, y esa fiebre, quiéralo o no, afecta a Willie Stark, inolvidable protagonista de Todos los hombres del rey (1946), la novela por la que Robert Penn Warren ganó el premio Pulitzer.
Menudo personaje. En sus inicios, Stark es un tipo de pocos recursos, que se fija en un electorado sin defensores: los campesinos pobres, acostumbrados a que otros candidatos esbocen frente a ellos una sonrisa de superioridad.
A diferencia de sus competidores, Stark parece decir la verdad, y es la potencia de ese discurso lo que le permitirá ser gobernador del estado. Pero Todos los hombres del rey no es un cuento de hadas, y por eso el relato continúa cuesta abajo. El poder corrompe a Stark, convertido en un populista, o aún peor, en un tipo taimado e implacable. Vende su alma, e incluso entonces, cree que el mundo gira gracias a él.
El narrador de la novela es Jack Burden, un reportero político de buena familia, convertido en mano derecha del gobernador Stark, y más adelante, en testigo de sus insidias. Robert Penn Warren logra que Burden sea el personaje con el cual nos identificamos, y asimismo, el mejor analista de la cambiante realidad de Stark.
Aunque el escritor lo negó, muchos críticos señalan que la figura de Stark se inspira en Huey P. Long (1893-1935), gobernador de Luisiana entre 1928 y 1932, y senador desde esa fecha hasta su asesinato, tres años después.
La fama de Long se debe a su tono encendido, radical, abiertamente populista, a veces incluso grosero, que hizo de él un campeón de los pobres en tiempos de la Gran Depresión. Como en el caso de Stark, Long puede ser juzgado por sus mensajes más rompedores ‒abogaba por la redistribución de la riqueza y por el desarrollo de las infraestructuras públicas‒ o por decisiones que delataban una imponente vanidad y tendencias dictatoriales. Por ejemplo, organizó a los presos de la Penitenciaría del Estado para que demoliesen la antigua mansión del Gobernador, sustituida luego por otra mucho más lujosa, similar a la Casa Blanca.
Sin duda, hay similitudes entre Long y Stark, empezando por su demagogia, su aire provocador y su discurso anti-establishment. Todo ello queda trasladado de forma impecable a la pantalla en El político (1949), una soberbia adaptación de Todos los hombres del rey producida y dirigida por Robert Rossen.
El film nos presenta con maestría a sus dos protagonistas: un primerizo Stark (Broderick Crawford), que enfrenta mil dificultades para postularse como tesorero del Condado de Kanoma, y el periodista Jack Burden (John Ireland), que se interesa por el candidato por un simple motivo: «¿Qué tiene de especial?», pregunta. A lo que le responden: «Dicen que es un hombre honrado».
A lo largo de ese tramo inicial, la película de Rossen nos sitúa en dos escenarios opuestos, la pobreza rural que siempre ha conocido Stark, y la aristocracia de Burden’s Landing, el feudo familiar de Jack. En el hogar de los Burden conoceremos a otras figuras importantes en la trama, los hermanos Anne (Joanne Dru) y Adam Stanton (Shepperd Strudwick). Anne es la ingenua novia de Jack y Adam es un médico idealista y exitoso.
Cuando Stark se presenta a las elecciones para ser gobernador, parece claro que sirve de tonto útil para dividir el voto, y así beneficiar a otro candidato. Las dos personas más próximas a Stark, Jack Burden y Sadie Burke (Mercedes McCambridge), serán testigos de su reacción de última hora. «Es un derecho del pueblo ‒dice en un mitin decisivo‒ que nadie le robe la esperanza».
Cuando por fin se convierte en gobernador, todo el mundo adora a Stark. Sadie Burke aspira a convertirse en algo más que su amante y Jack está fascinado por su figura. Pero las apariencias engañan. Stark se deshace de sus enemigos sin compasión alguna, controla la prensa y teje una red clientelar mediante sobornos. A partir de ahí, asistiremos al desmoronamiento de todos los sueños que un día defendió. Y ese derrumbe, en lo privado, tendrá tremendas consecuencias en la familia de Stark e incluso en la relación entre Jack y Anne.
La vida, ya se sabe, a veces nos despierta a golpes. «Cuando se desea algo tan intensamente ‒dice el protagonista en un momento dado‒, uno acaba no sabiendo por qué hace las cosas». No se me ocurre una mejor definición del poder, y tampoco un reflejo más lúcido de lo que acaba siendo, en demasiadas ocasiones, la lucha política.
El político es una obra imponente, y como muchas creaciones que alcanzan esa categoría, pasó por innumerables problemas. John Wayne rechazó indignado el papel principal, lo cual nos permite disfrutar de la excelente interpretación de Broderick Crawford. El montaje inicial ‒imagínense: más de cuatro horas‒ era imposible de exhibir. Gracias a la intervención de Robert Parrish, colaborador habitual de John Ford, se obtuvo una estructura coherente, con una duración aceptable. Parrish ya había trabajado con Rossen en el el drama pugilístico Cuerpo y alma (1947), y en esta oportunidad, demostró lo que un buen montador puede lograr con la cabeza fría.
Harry Cohn, el presidente de Columbia, solía decir que El político hubiera sido imposible sin Parrish. En realidad, este había seguido una orden desesperada de Rossen: acortar todas y cada una de las escenas, dejando únicamente lo esencial, sin importar lo que se perdiera por el camino.
En todo caso, el centro de gravedad del film es Broderick Crawford. El histrionismo que confiere a Willie Stark, sus decisiones instintivas, y desde luego, esa lucha con el ángel y el diablo de la política, sin tomar prisioneros, elevan a su personaje a lo más alto, y lo convierten en una figura de corte shakespeareano.
Inevitablemente, mucho de lo que se nos cuenta en El político mantiene hoy su vigencia, y me temo que sus resonancias sobre la naturaleza humana, que son muchas y muy profundas, no envejecerán nunca.
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