Puede que tengamos que mirarnos al espejo, porque el tema del que voy a hablarles incluye un dilema ético. Veámoslo de este modo: pese a que la agricultura intensiva proporciona las ingentes cantidades de alimentos que llegan a nuestros supermercados, hay un punto en que se asemeja a la pesca industrial. Y es que, a largo plazo, tampoco será sostenible. No es tarde para remediarlo, pero el tiempo corre en nuestra contra.
Quizá haya llegado el momento en que el consumidor, antes de llenar la cesta de la compra, se pregunte por los problemas del sector agroalimentario.
Ciertamente, el abastecimiento de productos agrícolas es masivo en Occidente, y ha contribuido a la longevidad de la población, pero el precio para mantenerlo es demasiado alto. Y quien lo denuncia no es un ecologista apocalíptico, sino los equipos de investigadores que trabajan para instituciones como la FAO.
La agricultura moderna origina una gravísima sobreexplotación y erosión del suelo, causa un descenso de la productividad por mal drenaje y tiene un efecto contaminante al emplear un exceso de combustibles fósiles, fertilizantes y plaguicidas.
Asimismo, incide en la deforestación, propaga nitratos en los acuíferos subterráneos, que a su vez son agotados por un uso excesivo, y además de todo ello, contribuye a la pérdida de diversidad genética de las especies cultivadas y a la desaparición de variedades locales.
Cada uno de estos factores merece un estudio en profundidad, y por eso hoy vamos a conocer a un personaje que quiso rebelarse frente estos problemas con sentido común y criterio científico: el australiano Bill Mollison (1928-2016).
Mollison fue quien acuñó la expresión permacultura: una contracción de agricultura permanente, o por extensión, de cultura permanente. Por decirlo con pocas palabras, se trata de una metodología transversal, en la que se cruzan saberes propios de la agricultura, la horticultura, la arquitectura y la biología.
Imagen superior: Bill Mollison y Masanobu Fukuoka en 1986
Durante cierto tiempo, Mollison trabajó en la comisión de vida salvaje de la Commonwealth Scientific Industrial Research Organization (CSIRO), analizando las plagas de langosta y la propagación de la mixomatosis entre los conejos. Fue en la CSIRO donde se familiarizó con la ecología científica (no confundir con el ecologismo).
Cuando Mollison y su compatriota David Holmgren pusieron en marcha la permacultura en 1978, la ciencia ya estaba dejando constancia de los numerosos problemas ecológicos que acarreaba la explotación agraria industrial.
Para Mollison, una agricultura de gran rendimiento, capaz de mejorar la alimentación de las grandes poblaciones humanas, tenía que ser, al mismo tiempo, respetuosa con el territorio y sostenible a largo plazo. De lo contrario, una ventaja ‒el abastecimiento de muchos consumidores‒ conllevaría un efecto pernicioso que acabaría por ser incontrolable.
Inspirado por otro proyecto de similar filosofía ‒la agricultura natural del japonés Masanobu Fukuoka‒, Mollison definió la permacultura como una armonización entre el paisaje, el ecosistema, los sistemas de laboreo y la vivienda.
En la permacultura, al emplear menos materiales, la explotación es menos costosa, tiene un impacto benéfico en el medio, y además de todo ello, el hortelano produce frutos, cereales o verduras de mayor calidad y singularidad genética.
Frente a la gran industria agroalimentaria, centrada en el rendimiento masivo e insaciable, Mollison y Holmgren diseñaron un método basado en la observación, en el respeto, en la autolimitación y en los criterios tradicionales, siempre con una base científica. Posteriormente, plasmaron el resultado de sus investigaciones en un libro de enorme éxito, Permacultura Uno (Permaculture One: A Perennial Agriculture for Human Settlements, Trasworld Publishers, 1978), al que siguieron otras monografías de parecido interés (Quien desee familiarizarse con todo ello, puede leer, por ejemplo, Permacultura, de Holmgren, editado en español por Kaicron).
Gracias al buen recibimiento de ese primer libro en Australia, Mollison se convirtió en una presencia habitual en la televisión y en otros medios, popularizando la permacultura en todo el entorno anglosajón.
En numerosos países solicitaron su presencia, tanto para dictar conferencias como para enseñar los métodos de la permacultura a una nueva generación de agricultores.
De ahí en adelante, los practicantes de la permacultura abanderaron un cambio ético que aún debe extenderse si queremos lograr un hábitat equilibrado y sostenible a largo plazo.
Los permaculturistas interpretan su ejercicio en términos filosóficos, dado que su trabajo es muy beneficioso no sólo desde una clave ecológica, sino también con respecto al bienestar de las comunidades.
Sin duda, la optimización de este sistema productivo tendría hondas consecuencias, pues obtenemos un ecosistema agrario estable, diverso y resistente.
A la hora de mejorar el diseño permacultural, el propio Mollison busca nuevas fórmulas en Tagari, al noroeste de Tasmania, donde se ubica su centro de operaciones y consultoría, el Permaculture Institute.
«La permacultura ‒nos dice‒ es una agricultura perenne, que involucra a una gran diversidad de especies vegetales y animales. En realidad, la permacultura es un ecosistema agrícola autónomo, diseñado para minimizar su mantenimiento y maximizar su productividad. Se precisa una mínima intervención de energía, y el sistema se mantiene por sí mismo. En esencia, viene a ser un reloj viviente que nunca debe pararse mientras el sol brille y la Tierra gire. Me gusta considerar a la permacultura como una tecnología humana, porque se adapta nuestras dimensiones. Con esto quiero decir que requiere una serie muy simple de elementos vivos, y no tiene que ver con tecnologías complejas, como sucedería con una planta de energía eólica. Se trata de una biotecnología que las personas pueden manejar de forma intuitiva».
Como ven, hablamos de una práctica genuina, bien fundamentada, que en el fondo, nos habla de un futuro más justo y sensato, en el que los seres humanos obtendremos los regalos de la Tierra sin necesidad de degradarla.
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