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«Un millón en la basura» (1967), de José María Forqué

Sólo quedan ecos del Madrid que retrata Un millón en la basura. Más de medio siglo después, la barriada obrera donde viven sus protagonistas invita a pensar, y mucho. Sin embargo, a pesar de su espíritu urbano y realista, esta no es, aunque lo parezca, una obra de denuncia social. En realidad, se trata de un cuento de Navidad, cristalino en sus intenciones.

La amargura está presente, pero solo hasta cierto punto. José María Forqué lo tiene claro, y nos cuenta un relato amable, incluso conmovedor, en el que intuimos, como una premonición, que habrá un final feliz.

Por otro lado, el realizador aragonés le da a esa historia una envoltura visual de mucha enjundia. Rodado en cuatro meses, empleando de forma simultánea un par de cámaras, el film adquiere un aire espontáneo, naturalista, casi documental, que nos permite reconocer desde todos sus ángulos un escenario castigado por la pobreza.

Forqué había estudiado Arquitectura, y eso aflora en su concepción del espacio y en su división de los estratos sociales, tanto en el centro de la ciudad como en ese extrarradio donde parece haber caído un meteorito. Esta inteligente puesta en escena, que incluye algunas secuencias rodadas cámara en mano, logra que la película se eleve, transmitiendo al espectador emociones muy certeras.

En buena medida, la potencia visual del film se debe al director de fotografía Juan Mariné, cuyo dominio del blanco y negro también es notorio en otras películas producidas ‒al igual que esta‒ por Pedro Masó: La ciudad no es para mí (1966) y ¿Qué hacemos con los hijos?, de Pedro Lazaga, o La gran familia (1962), de Fernando Palacios.

Como protagonistas, nos reencontramos con dos de los maravillosos actores de La gran familia, José Luis López Vázquez y Julia Gutiérrez Caba. Ambos marcan, en todo momento, el tono emocional de la cinta.

Al principio, parece que vamos a ver un melodrama, pero gracias a la versatilidad de todos sus intérpretes ‒que se la juegan sin red‒, Un millón en la basura provoca tantas sonrisas como una comedia, e incluso tiene un matiz religioso, muy discreto y circunstancial, pero efectivo. Sin duda, la herencia de Frank Capra está bien aprovechada.

Al final, Forqué responde a las expectativas y consigue que el film se convierta en lo que todos querían que fuera: un sainete sentimental con moraleja.

Como ya indiqué, lo que muestra la película pertenece a otro tiempo, y quizá a otro modo de entender la vida. Uno piensa en ello en cuanto ve cómo trabaja el protagonista, Pepe Martínez (José Luis López Vázquez), empleado municipal del servicio de limpieza. Por la noche, mientras otros disfrutan de la Navidad, Pepe baldea las calles con su manguera. Está convencido de que el sueldo no le basta para mantener a su familia. Ni él ni su mujer, Consuelo (Julia Gutiérrez Caba), podrán evitar que su casero los eche a ellos y a sus dos hijos de la humilde casa donde viven. Y eso que el suyo no es un barrio de clase media, sino un suburbio miserable.

Cuando menos lo espera, Pepe experimenta algo que parece un milagro. Mientras completa el último turno junto a su compañero Faustino (Juanjo Menéndez), descubre en el interior de un cubo de basura una cartera olvidada, y dentro de ella, un millón de pesetas en efectivo.

El prodigioso hallazgo va a llenarle de dudas. Su mujer, con una bondad a prueba de tentaciones, insiste en que deben devolver el dinero al legítimo propietario. Pero no toda la familia piensa lo mismo. Con cierta falta de fe en la condición humana, su suegra, María (Aurora Redondo), pone sus ojos en el dinero con una avaricia que contrasta con la honradez de su marido, Joaquín (Rafael López Somoza).

Entre lo que le dicen unos y otros, el pobre Pepe encoge los hombros y suspira. Está desconcertado, pero solo tiene dos opciones: arreglar su vida de una vez por todas, sin mirar atrás, o buscar al potentado que perdió la cartera, don Leonardo (Guillermo Marín), para seguir con su existencia de siempre. Es decir, honrado, sí, pero también pobre de solemnidad. Y encima, lejos de ese paraíso que casi ha tocado con los dedos.

Que salga adelante una película como esta es imposible sin la complicidad de un buen reparto. Ya he mencionado a los protagonistas ‒inmejorables todos ellos‒, pero vean qué secundarios se pasean por la pantalla: Carlos Lemos, José Sazatornil “Saza”, José Sacristán, Carmen Lozano, Lina Canalejas, Rafaela Aparicio y José Orjas.

Con intérpretes así, lo difícil es que algo funcione mal.

Un elogio aparte merecen Aurora Redondo y Rafael López Somoza, dos soberbios cómicos que ya habían estado casados en la ficción: concretamente, en Ninette y un señor de Murcia (1965), de Fernando Fernán Gómez. Casi una década después, los dos volverían a dar vida al mismo matrimonio en otra versión de la obra de Miguel Mihura, rodada para TVE en 1974 por Gustavo Pérez Puig.

Un millón en la basura no oculta su mensaje edificante. Sin embargo, más que lo que nos cuenta, importa el modo en que lo hace. Un equipo de confianza, en el que destacan los guionistas Pedro Masó, Antonio Vich y Vicente Coello, el montador Alfonso Santacana y el músico Antón García Abril, logra que todas las ideas de Forqué tomen forma en la pantalla.

Además, el respaldo como productor de Masó, con quien el director ya había trabajado varias veces, le permite usar un presupuesto de seis millones de pesetas, recuperados luego con creces en la taquilla.

Lo que son las cosas: ya no se hacen películas como esta. Es más, la felicidad agridulce que estalla en la secuencia final es algo que el cine español parece haber olvidado. Me temo que para siempre.

Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Reservados todos los derechos.

Guzmán Urrero

Colaborador de la sección cultural de 'The Objective'. Escribió de forma habitual en 'La Lectura', revista cultural de 'El Mundo'. Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador de las páginas de cultura del diario 'ABC' y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Ha trabajado en el sector editorial y es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.