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«El clavo» (1944), de Rafael Gil

El clavo es una producción española, pero por su filosofía y factura, vendría a ser el equivalente mediterráneo de esa variedad de melodramas góticos que, con unas claves muy determinadas, se puso de moda en los cuarenta. Me refiero aquí a títulos como Cumbres borrascosas (William Wyler, 1939), Siete torres (Joe May, 1940), Concierto macabro (John Brahm, 1945), La mujer de blanco (Peter Godfrey, 1948), La extraña mujer (Edgar G. Ulmer, 1946) o El castillo de Dragonwyck (Joseph L. Mankiewicz, 1946).

Como sucede con sus parientes anglosajones, El clavo también parte de una obra literaria, en este caso escrita por Pedro Antonio de Alarcón, uno de los principales representantes del romanticismo español. Entre sus libros, figura la recopilación Cuentos amatorios (Imprenta y Fundición de M. Tello, Madrid, 1881), donde encontramos relatos como «La Comendadora»,  «El coro de ángeles», «La última calaverada», y como ya se imaginan, «El clavo (causa célebre)».

Esta última es una pieza excepcional en nuestras letras. Sin duda, en su tono misterioso y detectivesco se adivina el influjo de Edgar Allan Poe. Publicada originalmente en 1853 e inspirada en un caso real, comienza con un prólogo de dos líneas, muy eficaz: «Felipe encendió un cigarro, y habló de esta manera».

De ahí en adelante, es el propio Felipe quien ejerce de narrador: «Lo que más ardientemente desea todo el que pone un pie en el estribo de una diligencia para emprender un largo viaje ‒nos dice‒, es que los compañeros de departamento que le toquen en suerte sean de amena conversación y tengan sus mismos gustos, sus mismos vicios, pocas impertinencias, buena educación y una franqueza que no raye en familiaridad».

En el carruaje, Felipe coincide con una mujer enigmática y de gran belleza, que luego será clave en el relato. Poco después, él se reúne con un buen amigo, el juez Joaquín Zarco. De camino al cementerio, Zarco le habla de la dama que le ha roto el corazón: una viuda de Madrid, Blanca, con quien iba a casarse. Lo que sentía por ella, no era amor, sino «delirio, locura, fanatismo». Por desgracia, Blanca desapareció sin dejar rastro. Mientras charlan sobre todo ello en el camposanto, el juez y su amigo hacen un descubrimiento tenebroso: «un cráneo, bastante fresco todavía, que conservaba algunos largos mechones de pelo negro. (…) ¡Aquella calavera estaba atravesada por un clavo de hierro! (…) ¿Qué podía significar aquello?».

Pardiendo de dos ingredientes básicos ‒esa mujer que disimula su identidad y el cráneo que motiva una investigación judicial‒. Alarcón construye una trama sombría y dramática. Una trama que, varias décadas después, abriendo camino, iría calentándose en los despachos de una productora, hasta inspirar un guión ‒ahora lo verán‒ de primera categoría.

Retrocedamos al año 1943. Por esas fechas, Rafael Gil lleva más de una década dedicado al séptimo arte. Primero como crítico de ABC. Luego como documentalista durante la Guerra Civil, a las órdenes del bando republicano. Y cuando callan los cañones, como director contratado por Cifesa, la compañía para la que rueda, entre otras películas, El hombre que se quiso matar (1941), Huella de luz (1942) y Eloísa está debajo de un almendro (1943).

A la vieja usanza, con un oficio adquirido estudiando a los clásicos, Gil ha madurado como realizador, y ya está listo para filmar la que puede ser su obra maestra. Y es aquí cuando entra en escena el relato de Alarcón, un vehículo idóneo para plasmar el estilo que mejor cultivó Cifesa: el romanticismo historicista.

El clavo es una apuesta segura. No en vano, tres años antes ha obtenido un gran éxito El escándalo (1943), la película de José Luis Sáenz de Heredia inspirada en otra obra de Alarcón.

A la hora de poner en marcha el proyecto, Rafael Gil reúne a un equipo formidable. Como ayudante de dirección, cuenta con José Antonio Nieves Conde, futuro realizador de títulos como Surcos (1951) y Los peces rojos (1955). Para redactar el guión, firmado por él mismo, Gil trabaja con el dramaturgo Eduardo Marquina. Y cuando Cifesa contrata al equipo técnico, el director se pone al frente del que será su circulo de confianza: el gran operador Alfredo Fraile, el decorador Enrique Alarcón y el técnico de efectos especiales Emilio Ruiz del Río.

Un punto y aparte merece el vestuario, a la altura de cualquier producción hollywoodense de la época, con diseños de José Caballero, José Monfort y

Juan Antonio Morales, elaborado por toda una institución de nuestro cine, la sastrería Cornejo.

En líneas generales, Rafael Gil va a ser fiel al relato de Alarcón, pero opta por suavizar el tremendo desenlace original.

Los dos protagonistas, el juez Javier Zarco (Rafael Durán) y la misteriosa Blanca (Amparo Rivelles), son un dúo perfecto para este melodrama romántico, de gran presupuesto, rodado entre el 22 de diciembre de 1943 y el 4 de mayo de 1944.

Tras la cámara, Gil toma el mando con elegancia y sofisticación, convirtiendo el cuento de referencia en una historia nocturna y atmosférica, con ligeros toques expresionistas. en la cual el amor cambia la perspectiva de las cosas, y de forma trágica, contradice las leyes humanas.

Es fácil simpatizar con esa manera de hacer cine, clásica, virtuosa y refinada, de gran calado popular. Pero aún nos hace sentir más cómodos la presencia de secundarios tan admirables como Irene Caba Alba, Joaquín Roa, José Franco, Juan Espantaleón, Milagros Leal, Nicolás Perchicot y Rafael Bardem.

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Guzmán Urrero

Colaborador de "La Lectura", revista cultural de "El Mundo". Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador habitual de las páginas de cultura del diario ABC y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.