Finlandia ha dado muestras recientes de una abundante producción operística, como lo demuestran los títulos (por citar algunos y en lo que va de siglo) de Mikko Heiniö (El caballero y el dragón, 2000), Kari Tikka (Luther, 2003), el más prolífico Einojuhani Rautavaara (Rasputin, 2003) o Veli-Matti Puumala (Anna Liisa, 2008). Sin olvidar a Aulis Sallinen, con varios títulos en especial King Lear de 1999.
Con tantos modelos proporcionados por el teatro musical del Occidente, la compositora finlandesa Kaija Saariaho (nacida en 1952) ha preferido acudir al teatro japonés noh, de enorme carácter ritual, religioso y danzable para su cuarta obra escénica que, aparte de L’amour de Loin, cuenta con Adriana Mater de 2006 y Emilie de 2006, a más de la presente dada a conocer en Amsterdam en 2016.
El argumento de Only the Sound Remains es de inspiración japonesa, pues, pero con textos de Ezra Pound y Ernest Fenollosa, el especialista en la cultura nipona, tiene poco o nada de contenido dramático. La compositora, con una orquestita de pocos instrumentos de cuerda y otros tantos de percusión, con la flauta junto al kantele de su tierra, logra algunos efectos de exótica sonoridad apropiados al tema y de muy personal y atractiva novedad. Pero es música sin tensiones, monótona, relajante por momentos, somnífera en otros, en conjunto de escasa teatralidad, sin contrastes, ergo: anti-operística. Más cercanos los resultados a una cantata o a una sinfonía con voces. Lo más positivo, su duración: poco más de hora y media, algo menos que L’amour de loin, de idéntico lenguaje, por lo que, aún más en este caso, la velada como mínimo se puede convertir en una exigente prueba para la más jobiana de las paciencias.
Con tales escasos ingredientes escénicos, Peter Sellars hizo un trabajo a la par, en base a una escenografía casi inexistente, un telón abstracto ampliado en la segunda parte y que bajaba, subía o desaparecía en plan escaso alarde imaginativo pero que gracias a la iluminación (James F. Ingalls) consiguió algún que otro efecto de sombras apreciable. Si el programa dijera que se trataba de una función semi-escenificada, la propuesta se acercaría más a la dura realidad.
Dos personajes que cantan: el contratenor Philippe Jaroussky apenas pudo lucirse alejado de las tareas barrocas donde es hoy una primera e indiscutible figura, contando con una escritura vocal que a menudo le llevaba a pulsar los límites de sus posibilidades. El bajo barítono Davone Tines evidenció hermosos, cálidos y ricos medios pese a la línea canora vagamente melódica. Jaroussky y Tines, dos voces de extremos coloridos instrumentales (voz cristalina de uno, oscura la de otro) consiguieron al menos un colateral aunque sobrio disfrute por dicha contrastada vocalidad. Los dos solistas llevaban micrófonos. Según afirmó una espontánea vecina del patio de butacas, afecta probablemente a la producción, era para lograr ciertos efectos sonoros. Forma diplomática, quizás, de maquillar el hecho de que los cantantes necesitaran amplificación.
Una estilizada y ágil bailarina, Nora Kimball-Mentzos, completó la presencia en el escenario de la pareja canora. Su bien agradable y bonita presencia obtuvo resultados, gesticulantes y gimnásticos, no demasiado asociados a la danza. Un cuarteto vocal (soprano, tenor, contralto y bajo), compartiendo foso con la mini orquesta ampliando así, unas veces susurrando otras por fin cantando, la escritura vocal.
Ernest Martínez Izquierdo se hizo cargo de la dirección orquestal al enfermar Ivor Bolton y mantuvo sin problemas ni debilidades el trabajo realizado por el segundo citado en ensayos y primeras funciones.
Imagen superior: «Only the Sound Remains» © Teatro Real.
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