“…Y cuando hable de nuestro encuentro en el fuerte diga de paso que Old Shatterhand no es enemigo de los pieles rojas, y que siente que una raza inteligente tenga que desaparecer porque no se le dé tiempo para desarrollarse naturalmente. Good-bye, sir!“ (El tesoro del lago de la plata, de Karl May).
Confieso que me ha costado horrores terminar la lectura de las 450 páginas de El tesoro del Lago de la Plata en la edición popular (2004) del diario El País. Y no es porque la novela sea mala, esté mal escrita o mal traducida. No, al contrario. La novela está razonablemente bien escrita, bien traducida y contiene aventuras entretenidas y con su grado de interés añadido por los 120 años que han transcurrido desde su creación.
Sin embargo, el carácter acumulativo de dichas aventuras (una sucesión interminable de cabalgatas para aquí, cabalgatas para allá, escaramuzas allí, escaramuzas acá, fumadas de la pipa de la paz acullá… sin apenas tiempo para respiros introspectivos), típico por otro lado de los folletines por entregas (como, tengo entendido, fueron el formato inicial de sus novelas), termina por hacerse cansino, incluso cuando la verosimilitud de sus historias resulta asombrosa para alguien que en pleno siglo XIX escribió sobre el mito del Far West al mismo tiempo que este mito se estaba construyendo y divulgando.
Al igual que otros colosos de la novela popular (casi todos los del siglo XIX, pero en nuestro siglo también casos peculiares de deconstructores de la mítica estadounidense, como los del catalán José Mallorquí o el británico James Hadley Chase), May tampoco viajó nunca a Estados Unidos hasta que ya había escrito el grueso de su obra americana. Mucho menos cuando redactó su primera novela del ciclo Old Shatterhand y Winnetou, precisamente ésta que estoy comentando.
Después de tragarme diez westerns alemanes basados en la mitología de May, me pareció buena idea explorar su primera novela. El resultado es, pese a lo arduo del avance, satisfactorio: no solamente porque siempre me parece refrescante el reencuentro con el añejo vocabulario pulp de las ficciones escapistas (May llena de términos inusuales para un escritor urbano de hoy la precisa descripción de las praderas, bosques y desfiladeros americanos), sino porque uno constata que el autor escribe bien. Obviamente, no hay perspectiva psicologista en los personajes, pero sí una mirada narrativa muy particular, repleta de un oscuro y retorcido humor negro (mucho más críptico que el de su contemporáneo Julio Verne) y provista de una filosofía positivista de la vida y el destino del ser humano que contrasta enormemente con el pesimismo casi generalizado de la literatura moderna. Entre él y nosotros se produjeron dos guerras mundiales, claro.
La obsesión de May por la presencia alemana en la conquista del Oeste no deja de ser algo connatural a la noción de patriotismo de aquella época, un precedente de la “españolización” que Mallorquí también aplicaría a SU Oeste. Sin embargo, la decidida apuesta del teutón por la confraternización entre las tribus indias y los invasores blancos me ha sorprendido mucho más, pues no solamente se trata de una aportación de visos paternalistas, sino de un posicionamiento sincero y claramente definido en favor del derecho natural de los pueblos a su desarrollo pacífico, aun cuando también asuma sin amargura el afán “progresista” del hombre blanco y su connatural avaricia, así como la crueldad y virulencia guerrera de muchas etnias de ‘pieles rojas’.
May razona de forma considerablemente lúcida su postura antibelicista en relación a la pujanza imperialista (de la que él, por nacionalidad, también formaba involuntaria parte): “Por eso se quedó taciturno, hundido en el pensamiento de que era inútil, desgraciadamente, tratar de hacer entender al yanqui que él no tenía más derecho a estar allí que el indio, al que se expulsa de un poblado al otro hasta que su acosada existencia finaliza con la muerte”. Tengamos en cuenta que la novela está escrita hacia 1890, antes del nazismo y la locura supremacista hitleriana: con lo cual nos será fácil entender por qué el pueblo alemán se volcó en la década de los 60 a adaptar las fraternales novelas de May al cine, siendo la primera de ellas (la que versionó esta novela precisamente) la más taquillera de ese mismo año (1962).
Es gracioso comprobar que a May se le puede acusar antes de misoginia que de racismo, si bien esa acusación tampoco sería factible por nuestras diferencias socioculturales con respecto a aquellos tiempos y porque son siempre sus personajes (los indios con mayor profusión) los que se muestran categóricos hacia la esencia femenina. Es decir, sus asertos se suceden ‘metido en papel’: “El alma del (hombre) que muere a manos de una mujer toma su forma y, al llegar al país de la caza eterna, pierde todos los derechos y dignidades del guerrero y ha de trabajar eternamente. He dicho”. Es cierto, sin embargo, que la presencia femenina en la novela brilla por su ausencia, detalle hasta cierto punto lógico si nos estamos refiriendo continuamente a historias de guerreros, bandidos y héroes solitarios… pero que aun así sorprende la carencia absoluta de un interés amoroso en ese tipo de épica folletinesca.
En El tesoro del Lago de la Plata aparecen el veterano y admirado explorador Old Shatterhand y el pacifista jefe apache Winnetou, pero también Old Firehand (en mi mente, a los dos héroes blancos los volví a imaginar con los rasgos de Lex Barker y Stewart Granger, pero intercambiados: en la novela, Firehand es el grandote y Shatterhand el espabilado). Olvidaos de hondura psicológica, aunque los personajes secundarios sí destacan por su pintoresquismo y extravagancia, aportando viveza al cuadro, muy a la manera verneana.
No es el de May, en todo caso, un pulp risible o fácilmente ridiculizable, como puede ocurrir con algunos autores estadounidenses de principios del siglo XX. Su fantasía aguanta el tipo de la credibilidad y sorprende incluso lo detallado de algunas de sus confidencias, particularmente las referidas a los pueblos indígenas (su digresión sobre el desollado de cabelleras es particularmente interesante). Por encima de todo, pervive el interés antropológico de su punto de vista, bastante comprometido y transparente.
Si leéis su interesante ficha en la Wikipedia estadounidense, averiguaréis que el buen hombre, de origen humilde, terminó razonablemente loco, esto es, creyéndose ser sus propios héroes (un poco a la Weissmüller). Su obsesiva búsqueda final del origen “humano” revela una involucración absoluta de su espíritu para con aquello que escribía.
Copyright del artículo © Hernán Migoya. Previamente publicado en Comicsario, un blog para la fenecida editorial Glénat España. Reservados todos los derechos.