Paraísos fiscales, sociedades extraterritoriales… Ya se sabe. Pueden actuar legalmente, y servir para canalizar el comercio exterior con países que carecen de seguridad jurídica. O como refugio de inversores que buscan tasas impositivas muy bajas.
Para quienes denuncian la voracidad fiscal de ciertos gobiernos ‒en particular, aquellos que malgastan los recursos públicos o practican el latrocinio‒, este secreto bancario es defendible, y también lo son los paraísos tributarios que lo ponen en práctica.
Ahora viene la mala noticia, y es que las cuentas confidenciales, justificadas por quienes denuncian la mala gestión tributaria en sus países, también tienen una utilidad inmoral.
De entrada, favorecen el fraude y el lavado de dinero procedente del narcotráfico, de las dictaduras y la corrupción política, de las redes de prostitución o de la venta de armas.
He aquí el problema: una jurisdicción con bajos impuestos propicia la inversión internacional, modera excesos tributarios en terceros países, facilita acuerdos fiscales para evitar la doble imposición, y por último, protege a los ahorradores que viven en Estados parasitarios, inseguros o totalitarios. Sin embargo, esa misma jurisdicción también ampara a delincuentes y fomenta el abandono de responsabilidades por parte de las multinacionales.
Esta certeza de que los paraísos fiscales son aprovechados por criminales y estafadores tiene mucho que ver con su opacidad. Además, esas prácticas ilícitas solo están al alcance de unos pocos. Y ya se sabe que privilegiar al malhechor es algo infame para el ciudadano corriente.
El caso es que, más allá de su faceta legítima, los paraísos fiscales se han convertido en un emblema de la indecencia. Y aquí es donde salta la paradoja que motiva estas líneas…
Si al común de los mortales le preguntamos a qué país deberíamos parecernos, en el terreno fiscal o en cualquier otro, probablemente responderá que Inglaterra. Supongo que la leyenda negra ha tenido aquí un doble efecto: nos ha enseñado a minusvalorarnos, al mismo tiempo que convierte a nuestros adversarios históricos en modelos de perfección.
Esa Inglaterra que admiramos ‒yo el primero‒ es una construcción de la cultura popular. El cine, la televisión y la literatura han conformado una serie de estereotipos británicos ‒el caballero excéntrico y respetuoso, la dama culta que suelta ocurrencias mientras bebe té, el investigador de inteligencia sobrehumana, el soldado heroico y agradable… ‒. Estereotipos que todos hemos sublimado en nuestra anglofilia. Súmenle a ello que los ingleses son maestros a la hora de crear ficciones o música pop, y como tercera gota de este bebedizo, recuerden que Churchill siempre es mencionado como uno de los grandes próceres de nuestro tiempo.
En fin, luego no se extrañen de que ese entusiasmo se contagie a casi cualquier otra opinión sobre ellos. Con base o sin ella. Por ejemplo, cuando envidiamos el rigor con el que los ingleses aplican la ley. O su sofisticado sistema democrático. O el altísimo nivel educativo de sus universidades. O la superioridad de sus historiadores, que fíjense, nos cuentan nuestra propia historia mejor que nadie.
No se metan en el lío de desmentirlo. Yo, a veces, lo he hecho, y he salido escaldado. Por otra parte, la simpatía que siento por Inglaterra impone la elegancia de pasar por alto los muchos momentos en que ese país ‒quizá por sentido de la superioridad‒ vende gato por liebre, o decide saltarse todos los semáforos en rojo.
De las piezas que forman el arquetipo de lo inglés, algunos eligen, como decía, la prosperidad de su economía. Se le atribuyen virtudes inauditas, dicen sus defensores. Y tan inauditas, añado yo, porque la principal es esta: la City de Londres es un centro financiero de referencia en el sector extraterritorial, que ha convertido los dominios y los protectorados británicos de ultramar en paraísos fiscales.
De esta forma, los fondos de inversión que captan el capital privado en el Reino Unido operan desde ‒atención‒ las Islas Vírgenes Británicas, Antigua y Barbuda, Jersey, la Mancomunidad de las Bahamas, Barbados, Gibraltar, Bermuda, Jamaica, Trinidad y Tobago, Bailía de Guernsey, la isla de Man y Anguila.
Nada menos que siete territorios basan parte de su prosperidad en el secreto fiscal: las islas Turcos y Caicos, Montserrat, Anguila, las Bermudas, las islas Vírgenes, las Caimán y Gibraltar.
El autor de Gomorra, Roberto Saviano, publicó en 2013 un excelente trabajo de investigación, CeroCeroCero. Cómo la cocaína gobierna el mundo. Preguntado por Isabelle Kumar a propósito de la corrupción en Europa y el beneficio que supone para el narcotráfico este tipo de paraísos, respondió lo siguiente: «Los suburbios de París están repletos de criminales y solo se oye hablar de los efectos, los pequeños delincuentes o los inmigrantes, olvidando que esa pequeña delincuencia está alimentada con dinero de la mafia francesa, la mafia en Marsella y Córcega. El blanqueo de dinero sale del sistema financiero francés, dinero que acaba en Luxemburgo. La diferencia entre nosotros, en Nápoles y el resto de Europa, es que nosotros abordamos el tema en su conjunto. Al resto de países les cuesta admitir la problemática en su conjunto. (…) Los que hablan de inmigración no se preguntan de dónde procede el dinero que alimenta a los grupos criminales en los suburbios, de dónde viene la cocaína, cómo funciona el blanqueo de dinero en París, quién compra las propiedades. Este tipo de cosas solo las saben los servicios policiales concernidos y un reducido grupo de periodistas especializados, el resto del país mira hacia otro lado. (…) Si impones reglas para evitar el lavado de dinero, entonces bloqueas no solo el dinero procedente del narcotráfico, sino también el dinero procedente de Oriente Medio, de la evasión fiscal. Si se imponen reglas contra la Mafia, el sistema financiero tampoco dejará pasar otros capitales necesarios para la economía. Desde esta perspectiva, Europa ha abandonado la idea de controlar sus capitales, incluso el dinero legal. El Brexit es un ejemplo de ello. Muestra el deseo del Reino Unido de ser un centro financiero off-shore. Las asociaciones que trabajan en la transparencia han mostrado datos irrefutables. El Reino Unido es, sin duda, el país más corrupto del mundo, no en términos políticos o policiales pero sí cuando hablamos de blanqueo de dinero. Ningún inglés siente que vive en uno de los países más corruptos del mundo, porque no puedes sobornar a un policía o corromper a un político, pero no saben que su sistema financiero está totalmente corrompido. ¿Y de qué hablo cuando digo corrupción? Quiero decir que no hay control sobre el flujo de capitales. No hablo necesariamente de Londres, sino de Gibraltar, Malta o Jersey, que funcionan de puertas a través de las que el Reino Unido mueve dinero que no tiene ningún control. Panamá es conocida por ser la capital del blanqueo de dinero. Panamá se vengó tras la filtración de los Papeles de Panamá. Una venganza en toda regla al publicar nombres relacionados con Londres».
La descripción de Saviano se refiere al dinero negro. Pero eso no es todo. A través de su red de jurisdicciones satélites y de sus sistemas de ingeniería fiscal, el Reino Unido complica, por ejemplo, que los gobiernos puedan aplicar impuestos a las multinacionales con mayor impacto en la economía global. Y eso no es poca cosa, porque hablamos del país con más paraísos fiscales de todo el G-20, siempre bajo el amparo de firmas de abogados y bancos de titularidad británica.
Londres es el epicentro mundial de la evasión fiscal a través de sus catorce dominios de ultramar y de las dependencias de la Corona.
Tiene su gracia que los restos del imperio británico ‒incluidos algunos enclaves semi-independientes‒ se hayan convertido en jurisdicciones secretas, donde se «permite al dinero llegar sin hacer preguntas», como dice el periodista Nicholas Shaxson.
«Londres sigue siendo un refugio seguro para el dinero sucio», subraya Simon Jenkins en The Guardian. Cuando se introdujo la normativa de transparencia fiscal, se supuso, dice Jenkins, que «sería un elemento disuasorio para el lavado de dinero. Pero tuvo que llegar el escándalo de los Papeles de Panamá, en 2016, para revelar el alcance de las estafas fiscales en el Caribe. El contraste [entre unos países y otros] se reflejó en lo que vino a continuación. En Nueva York los evasores salieron esposados de sus oficinas. Los alemanes iniciaron 71 procesamientos. Los españoles enjuiciaron con éxito a Lionel Messi y a Cristiano Ronaldo por fraude fiscal. Pakistán encarceló a su primer ministro ‒ahí es nada‒ durante diez años. Pero en Gran Bretaña, lo revelado en Panamá solo condujo a cuatro arrestos y a seis entrevistas cautelares. Dando una explicación asombrosa, Richard Las, subdirector del HMRC [el departamento fiscal británico: Her Majesty’s Revenue and Customs], dijo en septiembre de 2018 que ‘los miembros ricos y prominentes de la comunidad’ no fueron procesados, ya que el HMRC prefirió usar, durante negociaciones privadas, el miedo al ‘daño que podían causar en su reputación las penas privativas de libertad’. Bienvenidos a una justicia propia de repúblicas bananeras».
¿Qué raíz histórica tiene este amparo de la corrupción y de los paraísos fiscales? La más obvia es la piratería que los ingleses fomentaron en el Caribe. De hecho, los mismos lugares que fueron nidos de corsarios en el siglo XVII son hoy refugio para el blanqueo de capitales, en ambos casos a la sombra de la Corona británica.
Las expediciones piratas contra las posesiones hispánicas en América no sólo generaron violentos ataques desde el mar. También supusieron el inicio del contrabando a gran escala, aprovechando la imposibilidad de las autoridades virreinales para impedirlo. Por otro lado, los corsarios ingleses se apoderaron de lugares como Belice, las Bahamas o las Islas Caimán.
A partir de los años sesenta, tras una aparente descolonización, estos enclaves reivindicaron ese linaje de los corsarios y bucaneros. Y aunque el turismo sea uno de sus ingresos, el principal es otro: una legislación muy flexible y la sustitución de la bandera negra, con una calavera cruzada por huesos en blanco, por letreros luminosos en el centro de su distrito financiero.
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