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La caja de herramientas de Stephen King

Mientras escribo (On Writing: A Memoir of the Craft, 2000), de Stephen King, es en parte una autobiografía breve y en parte un libro acerca de escribir.

Su título, supongo, tiene que ver con el de William Faulkner Mientras agonizo, aunque King parece disfrutar bastante escribiendo. Creo que el título no se refiere a la agonía de escribir, sino a que escribió el libro mientras se recuperaba de un accidente casi mortal que le dejó muchas secuelas y casi paralítico. Al parecer, se ha recuperado. En aquellos momentos de crisis, como cuenta al final del libro, para él escribir significaba volver a vivir, pero, al mismo tiempo, al hacerlo tenía que aceptar sufrir terribles dolores, pues apenas se podía mantener sentado en la silla.

El libro se divide en tres o cuatro partes. La primera es una especie de biografía literaria, en la que cuenta cómo empezó a escribir, a publicar y a tener éxito. La segunda es acerca de qué es escribir. En la tercera, muy breve, cuenta su accidente.

Uno de los capítulos se llama Caja de herramientasKing recuerda una anécdota de un familiar que se dedicaba a la carpintería o algo parecido y que siempre llevaba consigo su caja de herramientas, por sencilla que fuera la reparación que tenía que hacer. King opina que: “Para sacar partido a la escritura hay que fabricarse una caja de herramientas, y luego muscularse hasta poder llevarla. Quizá entonces, en lugar de dejar una faena a medias, se puede coger la herramienta adecuada y poner manos a la obra de manera inmediata.”

¿Y qué contiene esta caja de herramientas? Entre otras cosas, el vocabulario: “Pon el vocabulario en la bandeja superior y no hagas ningún esfuerzo consciente para mejorarlo”.

Y aclara King que irás mejorando el vocabulario simplemente leyendo “otros libros o escuchando conversaciones”. Ese es un consejo con el que estoy de acuerdo. Tampoco soy partidario de buscar palabras nuevas en los diccionarios, salvo en casos excepcionales en los que se requiere mucha precisión. Pero, en general, opino como aquel escritor que decía: “Sólo puedo usar palabras que he vivido”. Me parece que casi siempre, como dice King, la mejor palabra es la primera que se te ocurre: “Recuerda que la primera regla del vocabulario es usar la primera palabra que se te haya ocurrido, siempre y cuando sea adecuada y dé vida a la frase”.

En los casos en que consulto un diccionario para buscar una palabra, lo hago porque estoy seguro de que existe una palabra perfecta que tengo en la punta de la lengua, pero que no acude a mi mente. Los escritores atados al diccionario suelen resultar forzados. Por otra parte, no me suele interesar el perfeccionismo, sobre todo el de los diccionarios. Dice también King: “Poner el vocabulario de tiros largos, buscando palabras complicadas por vergüenza de usar las normales, es de lo peor que se le puede hacer al estilo. Propongo desde ya una promesa solemne: no usar retribución en vez de sueldo, ni John se tomó el tiempo de ejecutar un acto de excreción queriendo decir John se tomó el tiempo de cagar”.

King propone, no obstante, algunas alternativas que se pueden usar si no te gusta ser tan explícito como él o como Rabelais.

Más adelante, dice: “Los principios gramaticales de la lengua materna, o se absorben oyendo hablar y leyendo, o no se absorben. La asignatura de lengua hace (o pretende) poca cosas más que poner nombres a las partes”.

Eso creo también, y me alegraría que algún día acabe esa especie de tortura que es la asignatura de Lengua, que se ha convertido por alguna extraña razón, en la asignatura más importante, incluso por encima de las matemáticas. Para mí supuso una verdadera tortura y no creo que me sirviera de mucho. Lo que aprendí, lo aprendí de esa manera que dice King: leyendo y escribiendo. Y aprendí acerca de muchos asuntos gramaticales después de los veinticinco años, porque me interesé, casi desde un punto de vista filosófico, por cuestiones relacionadas con la semántica y la sintaxis. Pero hay cosas absolutamente básicas de la gramática que no he conseguido memorizar nunca, a pesar de lo sencillas que son, como el asunto de los acentos. No me equivoco casi en ningún acento, pero me temo que eso no tiene nada que ver con que yo sepa si es una palabra llana, grave, aguda, terminada en n, s o vocal, etc.

Creo, como King, que lo mejor es hacer un pequeño esfuerzo en la escuela y aprenderse estas reglas para quitarse los problemas, pero simplemente porque a veces no hay otro remedio (cosa que yo no fui capaz de llevar a cabo). Los profesores de lengua se convirtieron en algún momento en los amos de la educación básica e incluso hubo momentos, quizá ahora también, en que consiguieron que se suspendiese a alguien un examen de matemáticas por olvidar algún acento o por escribir una palabra mal.

[Nota en 2017: Toda la disquisición acerca del título del libro surge de un equívoco del que somos responsables el traductor del libro de King al español y yo mismo, puesto que el original se llama simplemente On Writing. A Memoir of the Craft, que, como es obvio, no tiene nada que ver con el título de la novela de Faulkner Mientras agonizo (As I Lay Dying). No sé si la intención del traductor era sugerir ese paralelismo y si mis hipótesis fantasiosas tienen algo que ver con esas intenciones. Es un buen ejemplo de cómo a partir de un error puede surgir algo interesante, porque no se puede negar que habría sido un ingenioso homenaje a Faulkner que King titulara su libro Mientras escribo, con ese doble sentido que yo me inventé.]

Escribir

“Si quieres ser escritor ‒dice King en su libro‒, lo primero es hacer dos cosas: leer mucho y escribir mucho. No conozco ninguna manera de saltárselas. No he visto ningún atajo. Si tuviera un centavo por cada persona que me ha dicho que quiere ser escritor, pero que ‘no tiene tiempo para leer’ podría pagarme la comida en un restaurante bueno. ¿Me dejas que te sea franco? Si no tienes tiempo de leer es que tampoco tienes tiempo (ni herramientas) para escribir. Así de sencillo.”

Recuerdo que el prologuista de la colección de cuentos de King El umbral de la noche, que también era escritor, decía algo parecido a esto y contaba que a menudo en las fiestas se le acercaba alguien y le decía: “Ah usted escribe, ¡cómo me gustaría escribir!” Y él, cansado de escuchar siempre la misma cantinela respondía: “Y a mí me gustaría ser físico atómico”. Como si para escribir hiciesen falta muchas cosas. Coge uno un papel y un boli y escribe, como bien dice King.

Cuando yo empecé a escribir con regularidad hacia los trece o catorce años, ¿qué era? Sólo un adolescente. ¿Es qué sabía algo especial para poder escribir? Por supuesto que no. Simplemente me apetecía escribir y lo hacía, como lo hago ahora. No hace falta más.

Si uno se quiere autolimitar a sí mismo pensando que hace falta algo más que las ganas, allá él. Quizá su problema es su vanidad no sus carencias: el mundo está lleno de personas que no sólo acumula problemas por lo que hacen, sino por lo que no hacen.

Para escribir, basta con ser un niño de 13 años que quiere contar algo, sin preocuparse de si lo hará bien o mal. Si ese muchacho o muchacha puede hacerlo, ¿por qué no va a poder cualquier otra persona?

Debe ser evitada la voz pasiva

Stephen King cita un libro clásico acerca de escribir de un tal William Strunk Jr., que he encontrado en Internet y leeré. El propio Strunk, que era muy rígido, admitía: “Según consta desde antiguo, a veces los mejores escritores se saltan las reglas de la retórica”.

Pero añadía enseguida: “A menos que esté seguro de actuar con acierto, probablemente haga bien en seguir las reglas”.

Entre las recomendaciones de Strunk, me parece muy buena esta: “No usar cuerpo de alumnos, sino alumnado” (yo diría que, siempre que sea posible, mejor todavía: “los alumnos”).

King también recomienda no caer en tics como “En aquel preciso instante” o “Al final del día”. Pero sobre todo, recomienda no usar la voz pasiva, que él considera un recurso propio de escritores tímidos: “Escribe el tímido: La reunión ha sido programada para las siete, es como si le dijera una vocecita: Dilo así y la gente se creerá que sabes algo. ¡Abajo con la vocecita traidora! ¡Levanta los hombros, yergue la cabeza y toma las riendas de la reunión! La reunión es a las siete. Y punto. ¡Ya está! ¿A que sienta mejor?”.

Me parece que el problema de la voz pasiva y de ese tipo de construcciones un poco enrevesadas y pretenciosas es que las utilizamos tanto que, al final, resulta difícil encontrar un equivalente más sencillo, porque hemos complicado tanto las cosas que hemos perdido de vista la idea original, aunque se tratara de algo muy sencillo.

Naturalmente, King no niega utilidad a la voz pasiva, pero dice que hay que moderarse en su uso. Lo mismo que hay que hacer, creo, para casi todo, pues los extremistas del estilo empiezan a prohibir esto o aquello y al final uno descubre que no se puede usar nada: una de sus últimas victimas ha sido los gerundios, que al parecer hay que desterrar. Por el contrario, creo que casi todo tiene su utilidad y que el gerundio puede ser tan estupendo en ciertos contextos como cualquier otra palabra. Incluso resultan a veces útiles las palabras terminadas en –mente, aunque creo, como decía García Márquez, que casi siempre que escribes un –mente y buscas una manera de no emplearlo, la solución es mejor.

También recomienda King que cuando en una frase haya dos ideas, a menudo lo mejor es dividir la frase en dos frases, para así contar cada idea en una frase. Es algo que suele funcionar bien cuando, efectivamente, te encuentras delante de una frase confusa.

Dijo King regiamente

Es muy interesante lo que dice  King acerca de los swifties, las aclaraciones en los diálogos del tipo:

–No seas tonto –dijo despectivamente Utterson.

King llama swifties a aclaraciones o descripciones como “despectivamente” en la frase anterior porque los usaba mucho un tal Victor Appleton II, que escribía novelas protagonizadas por el héroe Tom Swift, y que era aficionado a poner estos adverbios aclaratorios en los diálogos, casi siempre de manera innecesaria y redundante, como:

–Mi padre me ayudó con las ecuaciones –dijo modestamente Tom.

–¡Haced conmigo lo que queráis! –dijo valientemente Tom.

King reconoce que él mismo cometió ese error y por eso repite aquello de “Haced lo que digo, no lo que veis que hago, dijo el cura”. En su adolescencia, jugaba con sus compañeros al juego de los swifties. Se trataba de fabricar swiftiesingeniosos o simplemente absurdos:

–Salgamos del camarote –dijo encubiertamente.

(Yo creo que es mejor con una pequeña variación: “Vayamos al camarote –dijo encubiertamente”.)

Una de las veces en que me di cuenta claramente de la banalidad de este tipo de aclaraciones o de las precisiones innecesarias fue leyendo el clásico budista Las preguntas de Milinda, donde siempre en los diálogos se escribe: “dijo”.

Me di cuenta de que eso era preferible a escribir continuamente verbos variados como respondiósusurrómusitóinquiriópreguntóinterrogó, contestóexclamó, y palabras cada vez más sofisticadas, como mascullójadeógimióadelantólanzóescupiómasticó.

Me parece que, además de lo fatigosa que resulta tanta ingeniosidad, casi siempre es redundante: si la frase aparece  con signos de interrogación, es evidente que alguien preguntó. Pero hay otra razón para usar el dijo que explica muy bien King:

“El dijo en realidad no sirve para explicar que el personaje dice algo, pues eso ya lo sabemos por las comillas o los guiones. El dijo sirve para indicar simplemente quién está hablando. Se podría indicar como en el teatro, poniendo al inicio de cada parlamento el nombre del personaje o, simplemente indicándolo entre paréntesis:

– No te vayas (Tony)

– Es tarde (Ann)

Incluso se podría, como hacen en Playboy o The New York Review of Books y otras revistas, poner en cursiva lo que dice uno y en negrita o letra normal (redonda la llaman los editores) lo que dice el otro. Pero, puesto que se trata de una convención muy arraigada, quedémonos con el dijo, y poco más.

Curiosamente, James Joyce en su Ulysses utiliza casi sin excepción dijo en sus diálogos.

“Alguien dirá: pero, ¿No es fatigoso estar leyendo todo el rato dijo, dijo, dijo. No, le respondo, porque el dijo al final se convierte en un signo casi tan inocuo como un punto o una coma, o un paréntesis: apenas se repara en él. Y siempre que se se sepa quien está hablando, cómete el dijo, muchacho.”

Esto del dijo me recuerda a aquellos escritores que cada vez que se refieren a un personaje utilizan una atribución distinta: “Napoléon se acercó al prisionero. El marido de Josefina lo miró de arriba abajo y le preguntó si era ruso. El hombre, que apenas se mantenía en pie, no dijo nada al autor del Código Civil, pero el vencedor de Waxgram insistió, ante lo que el desdichado preso balbució: ‘Sí’. El infatigable corso no se esperaba esta respuesta pues había pensado que aquel despojo humano que habían capturado sus hombres era prusiano, pero el célebre General decidió entonces perdonar al fatigado cautivo. Suponía el autor de los Comentarios a la guerra de las Galias de Julio César que el hijo de las estepas ahora se sentiría agradecido… Casi siempre, no lo dudes ni un momento, es mejor decir sencillamente ‘Napoleón”. No te enviaré al sótano con las ratas si escribes de vez en cuando ‘el emperador’ (cuando Napoleón sea ya emperador) o ‘el general’ (cuando Napoleón sea ‘general’)».

Creo que tiene mucha razón King, aparte de que se puede añadir una consideración relacionada con sentido y referente e ideas de Frege y Russell. Y, puesto que se puede añadir, lo añado. Hubo un tiempo en que no se sabía que ese punto brillante que se ve por las mañanas y ese otro punto brillante que se ve por las tardes (el lucero de la mañana y el lucero de la tarde) tenían el mismo origen: el planeta Venus. Existía un referente (Venus) y dos sentidos (lucero de la mañana y lucero de la tarde). Como en el caso de “Napoleón, el corso, el emperador…”, que tienen todos un mismo referente. Pero una vez que se supo que ambos luceros son Venus, resultó absurdo decir, el lucero de la mañana, sobre todo cuando era por la tarde, a pesar de que el lucero de la mañana es exactamente lo mismo que el lucero de la tarde.

King termina su defensa del dijo de esta manera: “Por fácil que parezca un idioma, está sembrando de trampas. Sólo te pido que te esfuerces al máximo, y ten presente que escribir adverbios es humano, pero escribir ‘dijo’ es divino”.

Cómo escribir (y cómo leer) más

King continúa con el asunto de  la relación entre leer y escribir y dice: “Yo nunca salgo sin un libro, y encuentro toda clase de oportunidades para enfrascarme en él. El truco es aprender a leer a tragos cortos, no sólo a largos. Es evidente que las salas de espera son puntos ideales, pero no despreciemos el foyer de un teatro antes de la función, las filas aburridas para pagar en caja, ni el clásico de los clásicos: el váter. Gracias a la revolución de los audiolibros, se puede leer hasta conduciendo…”

Después continúa con el tema: “La gente bien considera de mala educación leer en la mesa, pero si aspiras a tener éxito como escritor, deberías poner los modales en el penúltimo escalón de las prioridades. El último debería ocuparlo la gente bien y sus expectativas. ¿Dónde más leer? En la cinta de correr…”

Pero la clave del asunto es probablemente otra: “La verdad es que la tele es lo que menos falta le hace a un aspirante a escritor… Tienes que estar dispuesto a replegarte a conciencia en la imaginación y me parece que no es muy compatible con los presentadores de los talk-shows de moda; leer toma su tiempo y el pezón de cristal te roba demasiado. Una vez destetada del ansia efímera de la tele, la mayoría descubrirá que leer significa pasar un buen rato. He aquí una sugerencia: la desconexión de la caja-loro es una buena manera de mejorar la calidad de vida, no sólo la de la escritura”.

Me parecen muy buenos consejos. Cuando a mí me preguntan que de dónde saco tiempo para hacer las cosas lo primero que digo es que no veo la tele. No ver la tele significa dos horas libres como mínimo cada día, que suelen ser las horas mejores para hacer algo interesante.

Además de no ver la tele: viajo en metro, tren y autobús, lugares perfectos para leer o tomar notas. Pero estoy sobre todo de acuerdo con lo que dice King acerca de mejorar la calidad de vida si no ves la tele, sobre todo la tele española, que está llena de gente insultándose unos a otros y contando cotilleos. Ver eso, quieras o no, afecta a su vida, no solo por la pérdida tempo para hacer otras cosas, porque somos lo que comemos, también intelectualmente.

Por otra parte, creo que los más esclavos de la televisión suelen ser sus mayores detractores: parecen siempre irritados por lo mal que está el país, por lo estúpido que es todo el mundo y lo horrible que es la televisión, pero quizá deberían mirar hacia otro lado si quieren ver algo mejor, y no hacia la pantalla de la tele.

Comentario en 2017: todos estos consejos siguen siendo buenos y catorce años después la televisión sigue como antes, o peor, puesto que ahora los programas del corazón ya no son solo de famosos que lo son por salir en televisión, sino de política. En su momento, se me olvidó señalar que también hago lo que dice King de llevar siempre un libro encima. Durante años llevaba libros incluso a las discotecas, en especial Aurelia y Noches de octubre de Gerard de Nerval, y de vez en cuando leía allí mismo, buscando un lugar con algo de luz. También leía entonces por la calle, sin dejar de caminar, una costumbre que al parecer también tenía mi padre, lo que le hizo en alguna ocasión estar a punto de ser atropellado al cruzar la calle. Ahora escucho libros continuamente gracias al móvil, e incluso en la piscina con auriculares sumergibles. Y por supuesto, cuando voy a comer solo, suelo leer un libro, ahora también con el móvil (que no uso como teléfono apenas, pero sí como almacén de libros en texto y en audio), o para tomar notas y apuntar ideas.

Copyright del artículo © Daniel Tubau. Reservados todos los derechos.

Daniel Tubau

Daniel Tubau inició su carrera como escritor con el cuento de terror «Los últimos de Yiddi». Le siguieron otros cuentos de terror y libro-juegos hipertextuales, como 'La espada mágica', antes de convertirse en guionista y director, trabajando en decenas de programas y series. Tras estudiar Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, regresó a la literatura y el ensayo con libros como 'Elogio de la infidelidad' o la antología imaginaria de ciencia ficción 'Recuerdos de la era analógica'. También es autor de 'La verdadera historia de las sociedades secretas', el ensayo acerca de la identidad 'Nada es lo que es', y 'No tan elemental: como ser Sherlock Holmes'.
Sus últimos libros son 'El arte del engaño', sobre la estrategia china; 'Maldita Helena', dedicado a la mujer que lanzo mil barcos contra Troya; 'Cómo triunfar en cualquier discusión', un diccionario para polemistas selectos. 'Sabios ignorantes y felices, lo que los antiguos escépticos nos enseñan', dedicado a una de las tendencias filosóficas más influyentes a lo largo de la historia, y 'Manual estoico de vida', una reinterpretación de los textos de Epicteto.
Además, ha publicado cuatro libros acerca de narrativa audiovisual y creatividad: 'Las paradojas del guionista', 'El guion del siglo 21', 'El espectador es el protagonista' y 'La musa en el laboratorio'.
En la actualidad sigue escribiendo libros y guiones, además de dar cursos de guion, literatura y creatividad en España y América.