Los escritos póstumos de Robert Musil (1880-1942) no se publicaron tras su prematura muerte, sino cuando todavía vivía. Por eso, el título completo es Escritos póstumos publicados en vida.
Se trata de pequeños ensayos o relatos cortos, casi siempre humorísticos. Algunos me recuerdan a Noel Clarasó, un escritor español que casi nadie recuerda, pero que tiene varios libros excelentes y divertidos. Lo más probable es que Clarasó conociera los escritos de Musil, porque, si no recuerdo mal, Clarasó estudió en Alemania.
De la novela de Musil El hombre sin atributos he hablado ya en Kakania, así que ahora sólo diré que mientras la leo obtengo un placer que se puede comparar al que obtengo leyendo a Proust. Como sólo llevo unas cuántas páginas, no me arriesgaré a indicar quien sale mejor parado en la comparación.
De los Escritos póstumos, he seleccionado un texto que me sirve para defender con un ilustre precedente algo que respondo a menudo a quienes me reprochan mi supuesto acriticismo: “Tiene más mérito y demuestra más agudeza y sensibilidad encontrar lo bueno en lo malo que lo malo en lo bueno.”
En definitiva, encontrar defectos en algo apreciable o apreciado es bastante sencillo, pero encontrar las virtudes de algo aparentemente malo demuestra, desde luego, mucho más agudeza. Como bien decía Borges (copiando a Plinio): “No hay libro, por malo que sea, que no contenga una línea que lo salve”.
Un principio de la más excelsa crítica
Hace patente más genio encomiar una obra de arte de mediana calidad que una excelente. Al ser humano la belleza y la verdad le saltan a la vista en primerísima instancia; y así como las frases más sublimes son las más fáciles de entender (sólo lo minucioso es de comprensión ardua), igualmente lo bello gusta fácilmente; únicamente el disfrute de lo defectuoso y amanerado requiere esfuerzo. Una obra de arte lograda contiene lo bello con tanta pureza, que resulta la evidencia misma para cualquiera que esté en su sano juicio; en la medianía, por el contrario, está lo bello mezclado con tantos elementos casuales o incluso contradictorios, que para purificarlo de ellos hace falta un discernimiento mucho más penetrante, una sensibilidad más fina y una imaginación más vivaz y experimentada; en una palabra, más genio. A ello se debe el hecho de que sobre las obras de mayor enjundia hay siempre unanimidad de pareceres (no considero aquí las divisiones que puede introducir la pasión); sólo acerca de aquéllas menos excelentes se da riña y discordia.
Cuán conmovedora es la invención en más de un poema: sólo que tan desfigurada por el lenguaje, las imágenes y los giros lingüísticos, que suele ser menester un sensorio infalible para descubrirla. Hasta tal punto es esto cierto, que el pensamiento inspirador de nuestras obras de arte más perfectas (por ejemplo una gran parte de las de Shakespeare) surgió de la lectura de ruines folletos y libracos hoy completamente echados en olvido. Por tanto, quien alaba a Schiller y Goethe no me prueba con ello, como cree, su extraordinaria y refinada sensibilidad para la belleza; pero a quien aquí y allá le complacen Gellert y Cronegk, ése —aunque solamente acierte en una de sus afirmaciones— me hace intuir que posee inteligencia y sensibilidad —y por cierto que ambas en rara medida.
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