El último tercio del siglo XIX y los primeros años del XX, antes de que el infierno de la I Guerra Mundial diera un vuelco a los temas que exploraba la ciencia-ficción, vieron la luz un buen número de obras en las que se describían sociedades utópicas, con o sin serpiente escondida.
Hemos visto ya varias de ellas: La raza venidera, El periodo fijo, la Franceville de Los quinientos millones de la Begún… La particularidad del libro que comentamos reside en su carácter precursor del misticismo ecológico, sobre el que el autor volvería en otra obra bastante posterior y más conocida, Mansiones verdes (1904), la cual recibiría una adaptación cinematográfica –bastante mediocre por cierto– protagonizada por Audrey Hepburn y Anthony Perkins.
La edad de cristal está narrada en primera persona por un viajero y naturalista que recobra la conciencia tras una caída. Las raíces de los árboles y plantas rodean su cuerpo, lo que le da a entender que ha pasado un largo periodo de tiempo aun cuando su cuerpo, por alguna razón, no ha envejecido. No tarda en encontrar a una extraña gente que celebra un funeral e inmediatamente se enamora de una jovencita de extraordinaria belleza, Yolleta (H.G. Wells plantearía la misma situación romántica no muchos años después en La máquina del tiempo).
Obsesionado con la joven, el protagonista intenta integrarse y trabajar dentro de la peculiar comunidad del futuro. Se da cuenta rápidamente de que esa nueva sociedad tiene poco que ver con la que él conocía: aun cuando la forma de vida es comunal, han desaparecido las ciudades; la lengua que utilizan es el inglés, pero la escritura ha cambiado totalmente; no existe la propiedad privada, la gente es vegetariana y se encuentra fuertemente unida a la Naturaleza; su esperanza de vida llega a los doscientos años, llevando una existencia en armonía con el entorno y carente de torbellinos sentimentales.
Es precisamente ahí donde reside la serpiente de este aparente paraíso: los humanos de este lejano futuro han conseguido construir un mundo utópico, sí, pero no sin sacrificar la sexualidad y el amor. Sólo los líderes de la comunidad (conocidos como el Padre y la Madre de la Casa) tienen permitido reproducirse. Al descubrir este hecho, el viajero temporal se da cuenta de que su amor por Yolletta nunca será correspondido. El narrador expresa tanta amargura ante esa revelación que uno casi podría asegurar que el propio Hudson pasó por una experiencia de rechazo semejante. El relato termina con un final sorprendente e inesperado que parece en contradicción con el tono pastoral del resto de la obra.
William Henry Hudson (1841-1922) nació en Argentina y pasó su juventud estudiando la fauna y la flora de lo que entonces era un territorio fronterizo y salvaje de la provincia de Buenos Aires. En 1869 se estableció en Inglaterra y se dedicó a publicar libros especializados en ornitología y acerca del campo inglés cuya influencia sería capital en el movimiento de «regreso a la Naturaleza» de la década de los veinte y treinta del siglo siguiente.
En La edad de cristal concurren tres subgéneros característicos de la ciencia-ficción: el viaje en el tiempo, la novela postapocalíptica y la utopía.
Hudson no era un hombre particularmente versado –ni interesado– en los avances tecnológicos o teorías físicas. En lugar de optar por la solución de enviar a su protagonista a algún lejano y escondido rincón del planeta que albergara alguna raza perdida, prefirió mandarlo al futuro, pero no usando ningún artefacto de misterioso funcionamiento (como la máquina temporal de Wells), sino haciendo uso de otro recurso mucho más popular en aquellos años: el místico. De alguna manera, tras un trauma físico y mental, el individuo se encuentra «trasladado» al futuro –en otras novelas era a otro planeta– sin que su cuerpo haya sufrido cambio alguno.
Otro de los temas de la ciencia-ficción, la del apocalipsis que destruye el mundo actual para dar paso a uno mejor, es hoy bastante convencional, aunque en tiempos de Hudson no estaba tan manido. Al fin y al cabo, el apocalípsis narrado en El último hombre de Shelley termina con la aniquilación total de la raza humana; en After London, la sociedad resultante tras el cataclismo, aunque más apegada a la Naturaleza, no se puede decir que fuera mejor que la anterior. Hudson se refiere también a una calamidad en la que todo lo que conocemos y damos por sentado queda fulminado como colofón a un proceso de degeneración y corrupción que venía afectando al mundo desde largo tiempo antes.
Lo poco que queda de la especie humana se recompone sobre bases más sencillas y una cultura más sana y razonable. La utopía que buena parte de los autores solían construir a partir del apocalipsis solían ser mundos ideales edificados en base al progreso técnico. Veremos en próximas entradas obras que seguían esta tendencia, como Looking Backwards (1893) de Edward Bellamy o Una utopía moderna (1905) de H.G. Wells. Pero no todo el mundo veía el avance tecnológico con ojos optimistas. Richard Jefferies, en su After London (188 ) es un buen ejemplo de esa escuela de pensamiento que abogaba por la vuelta al mundo agrícola.
La edad de cristal» pertenece claramente a la segunda categoría. La única tecnología que aparece en el libro es un sistema de esferas de cobre que producen una especie de música ambiental. Por lo demás, no tienen ningún tipo de máquina o herramienta compleja más allá de los aperos de labranza más básicos. Como solía ser también común en las utopías de la época, aflora la cuestión de la inversión de los géneros –la sociedad futurista es matriarcal– y la represión sexual. Efectivamente, no sólo el protagonista ve frustrados sus intereses en ese sentido con la bella Yolleta, sino que la propia sociedad ha tenido que recurrir a la abstinencia sexual como alternativa a una explosión demográfica de dimensiones maltusianas. Si echais un vistazo a la entrada de La raza venidera, encontrareis los mismos temas quince años antes.
La novela no escapa a lo que hoy es un defecto común en muchos libros de la época: un estilo ampuloso y recargado, con profusas descripciones muy del gusto victoriano. Así, las opiniones sobre esta obra pueden ser muy diversas según el gusto de quien las emita. Para unos, es una obra lírica, con una suave ironía, una elegía que aboga por el regreso al mundo natural y el rechazo de la locura industrial. Para otros, es un libro que no ha soportado el paso del tiempo, cursi, dulzón y amanerado. Desde mi punto de vista, aunque el estilo puede ser bastante, creo que conserva mucho de su interés por su carácter precursor de determinados movimientos sociales (de los que el hippy –con la excepción de su actitud hacia el sexo– es el más conocido) y por la ambigüedad de la utopía que plantea: ¿compensa la paz social el sacrificio de las emociones y sentimientos?
Por otra parte, La edad de cristal es una notable muestra de cómo, fuera de Francia, la influencia de Verne era menor de lo que podría esperarse dada la fama de algunas de sus novelas. Ciertamente, hubo bastantes imitadores del estilo verniano, pero en la mayor parte de los casos sus intentos quedaron restringidos a la novela juvenil. Otros autores, como W.H. Hudson, siguieron una vena más antigua de ficción utópica y futurista que mantuvo su interés durante más tiempo que las aventuras científicas del famoso escritor francés.
Existe una edición española por parte de Minotauro en el año 2004.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Este texto apareció previamente en Un universo de ciencia ficción y se publica en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.