Mark Twain es algo así como un tesoro nacional para los norteamericanos. Ingenioso, emprendedor y de amplios recursos, alcanzó enorme fama ya en vida, tanto como escritor como en su faceta de orador. Sus obras cubrieron un gran espectro de temas: desde las correrías infantiles con un toque nostálgico de Tom Sawyer o Huckleberry Finn a los relatos de aventuras históricos (Príncipe y mendigo) pasando por la fantasía con moraleja (El forastero misterioso) o divertidas crónicas de viajes (Inocentes en el extranjero).
Aunque nunca fue consciente de ello, cuando escribió A Connecticut Yankee in King Arthur’s Court, Twain marcó un punto de referencia en la ciencia-ficción. Sólo con el transcurso de los años podría apreciarse el verdadero alcance de la influencia que esta narración satírica en primera persona tuvo en el género.
La novela está escrita como el diario ficticio de Hank Morgan, un especialista en metalurgia que, tras recibir un golpe en la cabeza, se encuentra trasladado en el tiempo a los gloriosos años del Camelot del rey Arturo, en el año 528 de nuestra era. Capturado por sir Kay y llevado al castillo real, el americano se sirve de sus conocimientos para anunciar un eclipse y librarse de la ejecución que pendía sobre él. Desprestigiando a Merlín y haciéndole quedar como un truquista barato, adquiere tanto prestigio que es nombrado «ministro a perpetuidad» por Arturo. Inmediatamente, nombra un ayudante, Clarence, y juntos comienzan a modernizar el reino con las miras puestas en el negocio, «no en el altruismo», como él mismo subraya. Pronto llega a ser conocido como «El Jefe».
Lo primero que hace es fundar una oficina de patentes. Desarrolla la pólvora, el telégrafo, el teléfono, el jabón, las máquinas de coser, el fonógrafo, la máquina de escribir, la luz eléctrica, el acero, funda escuelas, un periódico, introduce el béisbol… pero, con todo, Morgan se encuentra con un pueblo al que no resulta fácil asimilar semejante avalancha de innovaciones. Cree que este retraso es provocado por la nefasta influencia de dos instituciones: la monarquía y la Iglesia. Aunque el rey Arturo es un monarca justo y de buen corazón y la mayoría de los sacerdotes se esfuerzan por aliviar las penurias de la población, como instituciones, ambas son enemigas del progreso tecnológico y la modernidad.
Morgan hace una serie de viajes por Inglaterra, primero con Lady Alisande la Carteloise –a quien llama simplemente «Sandy» y con la que se acabará casando y teniendo un hijo– y luego, de incógnito, con el mismo rey Arturo. Twain utiliza ambas aventuras para describir la crueldad y la horrible pobreza en la que el pueblo ordinario vive sumido, luchando siempre por mantener su dignidad.
Pasan los años y Morgan, ya un hombre de familia, realiza un viaje a Francia por motivos de salud. Cuando vuelve a casa se encuentra con que el rey ha muerto, la Tabla Redonda se ha disuelto debido a las luchas internas y la Iglesia ha declarado un interdicto en el reino (esto es, el cese de todas las actividades y celebraciones religiosas, incluidas las misas y la administración de sacramentos), lo que levanta al pueblo contra el americano y sus cincuenta y dos caballeros leales. Éstos proclaman una república y se atrincheran en la cueva de Merlín, donde se defienden de los ataques con cañones Gatling y cercas electrificadas –por cierto, la primera vez que se utiliza este invento–. Ambos ingenios masacran a miles a los sublevados, pero sus cadáveres esparcidos por los alrededores empiezan a corromperse y amenazan con infectar a los defensores, convirtiendo su victoria en derrota. Al final, Morgan resulta apuñalado por un caballero moribundo y el agraviado Merlín le lanza un hechizo que le induce un sueño de trece centurias hasta despertar en su «vieja» época, el siglo XIX.
La obra fue concebida originalmente como una sátira, aunque la diana de sus cáusticos comentarios cambia completamente a lo largo de la misma. En un principio, Twain se rie de los tópicos románticos sobre los caballeros medievales y la idealización de la Edad Media, muy común en las populares novelas de sir Walter Scott y otros autores del siglo XIX. Twain albergaba un resentimiento especial contra Scott, responsabilizándole de atizar el tipo de romanticismo creador de mitos, castas y orgullo, que llevó a los estados sureños de la Unión a rebelarse contra el norte.
De hecho, una de las múltiples lecturas que ha recibido la novela subraya las similaridades entre la Inglaterra artúrica y la Norteamérica sureña anterior a la Guerra de Secesión. Efectivamente, en ambos casos, una parte importante de la población vive en estado de esclavitud, sometida a una presuntuosa élite que se muestra tan insensible al sufrimiento de los desposeídos como obsesionados por estúpidas idealizaciones del honor, el código caballeresco y la virtud de las damas.
Así, Un yanqui… comienza satirizando lo que para Twain eran los grandes males del medievo (y, en el siglo XIX, todavía de una parte importante del planeta): el oscurantismo, la superstición, la tiranía, la barbarie, así como el poder de la Iglesia Católica, la nobleza y la monarquía en contraste con los valores de la democracia, la tecnología y el progreso. En este contexto, Merlín representa la superstición popular –un estadio más básico y menos elaborado que la religión organizada–, encarnando el viejo orden en continua rivalidad con la moderna tecnología.
Aun así, esta primera parte, en la que se desmitifica el brillo de un legendario Camelot, está permeado por un agradable sentido del humor que aligera algunos episodios ciertamente terribles. En cambio, la segunda parte se desliza inesperadamente hacia un oscuro apocalipsis. Y es que la novela, que empieza burlándose y satirizando el pasado medieval, termina cuestionando la superioridad del presente moderno e industrializado. La ironía es terrible: el progreso tecnológico cava su propia tumba y lo hace porque nadie es capaz de comprenderlo. No es una situación infrecuente. Nunca lo ha sido. Incluso en la actualidad, Era tecnológica por excelencia, la mayoría de la gente no comprende realmente cómo funciona el entramado tecnológico que nos rodea. Puede manejarla, operarla, beneficiarse de ella,… pero no entiende sus bases. Y el yanqui del libro acaba convertido, él mismo, en lo que más desprecia: un trasunto de mago Merlín, obrador de milagros pero, al mismo tiempo, custodio del arcano secreto de la ciencia; sus ideas de democracia e igualitarismo acaban sepultadas por la acumulación de poder y la imposición de sus ideas con la violencia; un líder tan intransigente, incompresivo y cruel como la sociedad que menosprecia. Al final, Merlín acaba con Morgan, la superstición y la ignorancia sobreponiéndose al espíritu científico y haciéndose con el último triunfo.
Mark Twain fue un decidido partidario de la tecnología, considerándola como un símbolo del progreso humano y una herramienta para mejorar aspectos de la vida cotidiana. Fue, por ejemplo, el primero en escribir una novela a máquina (Tom Sawyer) y uno de los pioneros en el uso del teléfono. Sin embargo, los nuevos inventos no sólo aportaron alegrías al escritor: casi se arruina con una inversión en una nueva máquina de impresión que nunca llegó a cuajar al ser pronto superada por la linotipia. Además, y como aparece en la novela, era consciente de que no todo se puede resolver con máquinas. El americano de Camelot consigue logros asombrosos en los más diversos campos pero, a la postre, no triunfa en lo principal: cambiar la mentalidad de la gente para que piensen por sí mismos. El adiestramiento y la utilización de la tecnología no consiguen desvincular al grueso de la población de su lado espiritual (o supersticioso, según se mire).
Un yanqui… estableció una tradición de viajes en el tiempo aun cuando no fue la primera novela que tratara el tema. The Chronic Argonauts, de H.G.Wells y El año 2000: una mirada retrospectiva, de Edward Bellamy aparecieron sólo un año antes. Si Mark Twain recibió alguna inspiración externa pudo haber sido The Fortunate Island (1882), una novela escrita por Charles Heber Clark, en la que no se describe exactamente un viaje en el tiempo, pero casi: un americano experto en tecnología naufraga en una isla separada de Gran Bretaña en tiempos artúricos cuya vida y costumbres no han sufrido alteración desde entonces.
Hasta el momento, los viajes en el tiempo habían sido hacia el futuro. Pero, a medida que la ciencia-ficción se desarrollaba y asentaba sus temas principales, el viajero temporal hacia el mañana perdió sentido desde el punto de vista literario: como la mayoría de relatos de ciencia-ficción ya tienen lugar en el futuro, no parecía tener mucho sentido lanzar a los personajes a tiempos aún más remotos. Aunque los viajeros del tiempo del presente al futuro continuarían protagonizando algunas importantes novelas del género en los siguientes años, hoy, tras 120 años de historia de la CF, se puede afirmar que la mayor parte de los escritores han optado por retroceder al pasado, hacia civilizaciones más primitivas.
En el caso de Un yanqui…, su prólogo y epílogo –no narrados por Hank Morgan sino por alguien que lo ha conocido en el presente, supuestamente el propio Twain– explican que estas correrías arturianas –asumiendo, claro está, que realmente hubieran tenido lugar y no fueran elaboradas fantasías del americano– no provocaron disrupción alguna en la línea temporal. Sin embargo, la novela describe un pasado claramente modificado, una historia alternativa auténtica. En la mayoría de relatos de Historia Alternativa, el viajero en el tiempo desencadena cambios en la corriente temporal, enriqueciendo la trama con implicaciones fascinantes. Efectivamente, muchas “Historias Alternativas” se basan en hacer comparaciones explícitas entre las líneas temporales ficticias y reales cruzando ambas mediante algún mecanismo narrativo, de los cuales el más habitual es el viaje en el tiempo.
Un Yanqui… es una obra brillante, divertida y corrosiva cuyo secreto para figurar en la lista de clásicos inmortales es la yuxtaposición de tres tiempos diferentes: el contemporáneo de Twain, representado por el protagonista; el medieval; y un tercero, que nunca existió sino en el mundo literario, la Edad Media «victoriana». Sátira de la sociedad de tiempos pasados, ridiculización de los referentes literarios del romanticismo, crítica despiadada tanto al sistema feudal como a los Estados Unidos contemporáneos del escritor, alabanza del progreso industrial y escepticismo y desilusión ante sus consecuencias… Puede que Twain nunca pretendiera escribir una novela de ciencia ficción, pero, sin quererlo ni saberlo, reunió en ella algunos de los temas que se convertirían en pilares básicos del género.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.