En los últimos años del siglo XIX se asistió a un importante aumento en el interés por los asuntos sobrenaturales y psíquicos, especialmente la telepatía, la comunicación con espíritus, las apariciones de fantasmas y la reencarnación; un conjunto de creencias a menudo dignificadas por explicaciones pseudocientíficas y frecuentemente defendidas por reputados hombres de ciencia.
Visto en el contexto de la ciencia-ficción, esta borrosa frontera entre lo místico y lo material puede interpretarse como una dialéctica siempre presente en el género. Por tanto, no debería sorprendernos que a finales de ese siglo, la ciencia-ficción navegase en muchas ocasiones en estas inseguras aguas. El libro que ahora comentamos es un buen ejemplo de ello.
John Jacob Astor IV, el bisnieto del famoso comerciante de pieles y financiero del mismo nombre, fue en su momento uno de los hombres más ricos del mundo. Pero a diferencia de otros indolentes herederos, no se limitó a degradarse con más o menos elegancia. Desarrolló una intensa actividad como inventor (un freno para bicicletas, una batería eléctrica, un motor de combustión interna, una máquina voladora, otra para limpiar detritos de las carreteras y un motor a turbina para barcos) y fundó el mítico hotel neoyorquino Astoria (más adelante conocido como Waldorf Astoria). Su pasarela neumática ganó un premio en la Feria Mundial de Chicago de 1893 y fue uno de los primeros americanos en conducir un automóvil; siempre soñó con encontrar un método para crear lluvia bombeando aire caliente de la superficie a las capas superiores de la atmósfera.
Con ese currículum cientifico quizá extrañe menos que se aventurara en la literatura de ciencia-ficción con un libro, Un viaje a otros mundos, escrito cuando sólo tenía 28 años. La acción tiene lugar en el año 2088 y cuenta un viaje alrededor del sistema solar a bordo de una nave impulsada por el apergión imaginado por Percy Greg en Across the Zodiac.
La narración comienza inundándonos con una impresionante lista de detalles técnicos y científicos del futuro, desde proyectos a escala inmensa (mover el eje del planeta Tierra para asegurar una temperatura global y regular el clima) a pequeñas cosas cotidianas, como barcos que llevan molinos eólicos que permiten recargar sus baterías, las vallas electrificadas, las vías magnéticas de ferrocarril, energía solar, el control del tráfico rodado, coches eléctricos, el hidrofoil… Hay también “avances” sociales más discutibles, como una agenda eugenésica nada ajena a los planteamientos que defendían los teósofos: el libro nos dice que las razas no blancas “muestran una tendencia constante a morir” y que “su lugar es gradualmente ocupado por los más progresistas anglosajones”. Así, cuando los “elementos negros” que manchaban la hegemonía norteamericana desaparecen, el conflicto racial, claro, también lo hace.
Por lo demás, los Estados Unidos se han convertido en una superpotencia multicontinental; las naciones europeas han sido tomadas por gobiernos socialistas que han vendido la mayor parte de las colonias africanas a Norteamérica; Canadá, México y los países sudamericanos han solicitado la anexión al poderoso vecino continental.
A continuación Astor pasa a describir el mencionado viaje espacial. Los exploradores descubren que Júpiter es un mundo selvático de plantas carnívoras, murciélagos chupadores de sangre, enormes serpientes y lagartos voladores. Estos pioneros, siempre atentos al negocio en su condición de americanos, descubren una inmensa riqueza en recursos naturales: hierro, plata, oro, plomo, cobre, carbón y petróleo.
Pero el tono cambia en la última parte del libro, al llegar al mundo muerto de Saturno, y de la exaltación científica y técnica pasamos a la sombra ocultista. Los viajeros espaciales se encuentran con unos espíritus –incluyendo el alma de un obispo americano fallecido– flotando en el espacio, que les instruyen en la naturaleza de la vida en el más allá: “Aunque muchos de nosotros ya pueden visitar las regiones más remotas del espacio como espíritus, nadie todavía puede ver a Dios; pero sabemos que a medida que los sentidos que hemos recibido con nuestros nuevos seres se agudicen, los puros de corazón Le verán, aunque todavía es tan invisible a los ojos de los más avanzados aquí como el éter del espacio a vosotros”. El libro termina con un sermón en el que las especulaciones propias de la ciencia-ficción tratan de reconciliarse con las escrituras sagradas, un anticlímax que estropea la lectura de la obra.
Astor sobrevivió a las balas en la Guerra de Cuba, pero no al Titanic, en cuyo trágico viaje inaugural viajaba. Aquella aciaga noche de 1912, dejó a su esposa en un bote salvavidas, mientras él se quedaba en el buque para morir ahogado junto a otros dos escritores de ciencia-ficción: Jacques Futrelle y W.T. Stead. Ninguno de ellos había predicho la catástrofe.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.