Las novedades en el campo de la robótica son habituales en el siglo XXI. Sin embargo, el linaje de las modernas criaturas mecánicas tiene ya varios siglos. Entre los miembros de esa familia artificial, figura un autómata de fascinantes cualidades.
En La invención de Hugo (2011), de Martin Scorsese, basada en la novela de Brian Selznick, aparece otro autómata, un elegante artificio de relojería capaz de escribir de forma autónoma. Ese artilugio, que aparece el film con rasgos casi mágicos, está inspirado en una máquina real: el «Escritor», de Jaquet-Droz.
Pierre Jaquet-Droz (1721-1790) fue un relojero suizo de enorme habilidad. Aunque su taller se ubicó en La-Chaux-de-Fonds, desarrolló su carrera profesional en Londres, Ginebra y otras capitales europeas. «Su arte ‒escribe Italo Calvino en Colección de arena‒ se perfecciona en sus frecuentes estancias en París (donde ya desde la generación anterior algunos maestros de Neuchâtel se habían establecido como relojeros de la Corte) y encuentra fundamento en la Universidad de Basilea con la frecuentación de Jean Bernouilli y otros miembros de la célebre familia de matemáticos».
Su destreza le llevó a proponerse retos cada vez más exigentes, que aún pueden admirarse en Neuchâtel, la capital de la relojería suiza más tradicional. De todos ellos, el más notable fue este «Escritor», construido entre 1768 y 1774, en colaboración con el primogénito del maestro Pierre, Henri-Louis (1752-1791), y su hijo adoptivo, Jean-Frédéric Leschot (1746-1824).
Imagen superior: Simon Schaffer relata la historia del «Escritor» en «Mechanical Marvels: Clockwork Dreams» © BBC. Reservados todos los derechos.
Compuesto por más de 6.000 piezas, este formidable artilugio todavía es capaz de sorprendernos. Sobre todo, porque aún luce esa apariencia orgánica que hoy persiguen los fabricantes de robots más vanguardistas.
En su época, este y otros autómatas de los Jaquet-Droz constituyeron un pasatiempo sofisticado para los nobles de las Cortes europeas. Animado por esa fama y por los encargos de la nobleza, el relojero fabricó otros dos autómatas sorprendentes, el «Dibujante» y la «Clavecinista».
¿Cuál era la última meta de este artista excepcional? En opinión de Gian Paolo Ceserani, «un cuidado minucioso para reproducir la vida, una intención declarada de darles a las criaturas mecánicas todas las apariencia de los humanos». Así, por medio de un ingenioso juego de piñones y dispositivos, diseñó este «joli bambin de 70 c. de alto, que moja la pluma en el tintero, la sacude para quitarle el exceso de tinta y escribe con gracia».
Nos relata Ceserani que «los Jaquet-Droz mantenían en secreto los mecanismos de sus autómatas para concentrar la atención del público en las ‘apariencia de vida’ que los gestos, el movimiento y los curiosos guiños de las criaturas sugerían».
Adquiridos en 1906 mediante suscripción pública por la Sociedad de Historia y Arqueología de Neuchâtel, este trío mecánico, debidamente restaurado, ocupa hoy una de las salas más visitadas del Museo de Arte e Historia de Neuchâtel. Con sus fluidos movimientos y su mirada vagamente humana, son una promesa del pasado que se cumple hoy gracias a los avances de la robomecánica y la inteligencia artificial.
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