No hay consenso acerca de la primera vez que apareció el concepto de viaje temporal en la literatura. ¿Fue el primer viajero Ebenezer Scrooge en Cuento de Navidad (1843), de Charles Dickens? ¿Quizá el compatriota que Mark Twain imaginó llegando a tiempos medievales en Un yanqui en la corte del Rey Arturo (1889)?
¿O fueron estos dos solamente casos de sueños y/o alucinaciones y el verdadero viaje en el tiempo lo imaginó Edward Page Mitchell en su relato El reloj que retrocedía (1881)? ¿O podemos retroceder mucho más, hasta Memoirs of the 20th Century (1728), en el que Samuel Madden imagina un ángel que vuelve del futuro con documentos robados? Varias novelas de corte político-social escritas en el siglo XIX estaban protagonizadas por individuos que, víctimas de algún trance o misterioso procedimiento cuasi-místico, aparecían en futuros utópicos de diverso pelaje.
Lo cierto, por tanto, es que se puede discutir largo y tendido sobre la cuestión, pero prácticamente todo el mundo estará de acuerdo en que la primera novela que abordó el tema de forma más seria, que mezclaba crítica social, aventura y suspense, transmitía auténtico sentido de lo maravilloso y utilizaba un artefacto tecnológico ad hoc, fue La máquina del tiempo (1895), de H.G. Wells, cuya influencia ha perdurado hasta hoy.
Si la de Wells había sido la primera máquina del tiempo, parece adecuado que en el cine el primer artefacto de este tipo apareciera, precisamente, en una adaptación de su novela: El tiempo en sus manos (nefasto y equívoco título en español. En inglés, la película tomaba el del libro).
En la primera mitad de la década de los sesenta, ocurrió algo extraño en el ámbito del cine de ciencia-ficción: era como si el tiempo se moviera hacia delante y hacia atrás simultáneamente. Algunos de esos films se ambientaban en el pasado aunque trataban temas tan futuristas como los viajes espaciales (La gran sorpresa, 1964). Otros situaban la acción en el futuro cercano, pero buscaban su inspiración en obras literarias escritas en los siglos XVIII o XIX (Robinson Crusoe en Marte, 1964). Y otros, aunque exhibían entornos futuristas, copiaban el estilo visual del cine de género negro de los cuarenta (Lemmy contra Alphaville, 1965). Quizá fue una señal de que, conforme la ciencia cada vez parecía más próxima a conquistar las estrellas, necesitábamos, ante la inmensidad de lo desconocido, hallar refugio en lo que nos resultaba familiar.
El productor George Pal fue una de las figuras más relevantes de la ciencia-ficción audiovisual de los cincuenta. Inicialmente, se concentró en películas de corte semidocumental, como Con destino a la Luna (1950), Cuando los mundos chocan (1951) o La conquista del espacio (1955), en la que mostraba una verosímil estación espacial y un viaje a Marte. El éxito de adaptaciones a la pantalla de obras de Julio Verne como Veinte mil leguas de viaje submarino (1954) o La vuelta al mundo en ochenta días (1956) despertó el interés por la ciencia-ficción “retro” y, después de exprimir a Verne, los productores de Hollywood empezaron a fijarse en los libros de su contemporáneo H.G. Wells. De este último, Pal había producido con excelentes resultados la adaptación de La guerra de los mundos (1953).
Precisamente, los herederos de Wells habían quedado tan satisfechos con la actualización que Pal llevó a cabo de La guerra de los mundos, que le ofrecieron los derechos de cualquier otra novela del escritor. Pal eligió La máquina del tiempo, una alegoría socialista disfrazada de aventura a la que despojó de su contenido político con ayuda del guionista David Duncan, pero cuya trama general mantuvo razonablemente fiel al original.
Sin embargo, no le resultó fácil sacar adelante el proyecto, porque tardó varios años, hasta 1958, en encontrar un estudio que se lo financiara. Para entonces, Pal había dado ya el salto del despacho del productor a la silla de director en su primera película El pequeño gigante (1958), una fantasía musical con la que había cosechado el suficiente éxito como para convencer al mismo estudio, MGM, a que financiara su siguiente film. Así, se le otorgó un presupuesto de 850.000 dólares, cifra no tan elevada si pensamos que se trataba de recrear al menos dos futuros ficticios y un pasado real y fabricar a los monstruosos Morlocks.
La película comienza en el Londres victoriano, la Nochevieja de 1899. El excéntrico inventor George (Rod Taylor dando vida a un trasunto del escritor inglés), ha reunido a un grupo de amigos y conocidos para demostrarles el funcionamiento de su última creación: una miniatura a la que hace desaparecer explicando que la ha trasladado en el tiempo. Como era de esperar, la exhibición es recibida con escepticismo y todos creen que se trata de un simple truco de magia. Decepcionado por la estrechez mental de sus amigos, esa misma noche George emprende su propio viaje temporal en un prototipo a tamaño natural que ya tenía fabricado y que utiliza un cristal especial para penetrar en la Cuarta Dimensión.
Cansado de vivir en un siglo obsesionado por la guerra, decide no retroceder a tiempos pasados, igual o más violentos que el presente, sino avanzar en la corriente temporal a la búsqueda de un futuro pacífico en el que establecerse y que sintonice con sus ideas. Pero para su frustración, cuando realiza paradas en su viaje sólo encuentra más violencia en la forma de la Primera, Segunda y Tercera Guerra Mundiales (esta última, ya nuclear, en 1966).
Un accidente le propulsa a bordo de su máquina hasta la abracadabrante fecha de 802.701. Para entonces, Inglaterra se ha convertido en un jardín tropical, un paraíso en el que encuentra viviendo plácidamente a nuestros descendientes, los pacíficos y bellos Eloi. George salva a una de ellos, Weena (Yvette Mimieux), de morir ahogada ante la indiferente mirada de sus congéneres. Y es que a pesar de vivir en una especie de paraíso, los Eloi carecen de sentimientos o curiosidad alguna. Están acomodados en una especie de primitivo estado natural, de espaldas a la tecnología, el conocimiento o la organización social.
No tarda el viajero temporal en averiguar que en el subsuelo de ese edén habita la otra especie en la que se ha escindido la Humanidad: los Morlocks, caníbales de aspecto monstruoso que mantienen a los Eloi bien alimentados para luego utilizarlos como comida. Impulsado por su amor por Weena, George abandona sus sentimientos pacifistas y el papel de mero espectador que había adoptado hasta entonces, para erigirse en líder espiritual y militar. Así, se enfrentará con valor a los violentos Morlocks inspirando rápidamente a los Eloi para que recobren al menos parte de su perdida humanidad.
La máquina del tiempo es un clásico indiscutible de la ciencia-ficción, un relato que no ha perdido un ápice de su intensidad e influencia. Popularizó el concepto del viaje temporal y, por supuesto, el de la máquina del tiempo. H.G. Wells era un socialista con ideas muy claras acerca de cómo debería estructurarse la sociedad y, de hecho, a partir de comienzos del siglo XX, su cruzada por cambiar el mundo acabó absorbiéndole totalmente y apoderándose de sus obras literarias. Así, en La máquina del tiempo, su visión del futuro de la Humanidad toma la forma de una sátira sobre la lucha de clases en la Inglaterra victoriana. Los Eloi resultan mucho más antipáticos en la novela que en la película: Wells los equiparaba a la clase alta inglesa, reblandecida por las comodidades e indiferentes al sufrimiento ajeno; pero también dependientes de quienes les proporcionan el confort, la clase obrera que en el relato se encarna en los Morlocks.
En el libro, Eloi y Morlocks son codependientes y explotadores los unos de los otros. Los Morlocks mantienen en funcionamiento las máquinas que fabrican para los Eloi comida y vestido, mientras que éstos, seres de aspecto y comportamiento infantiles, a cambio se dejan devorar. Es un ataque al mito victoriano del progreso tecnológico y al mismo tiempo una reflexión sobre la interdependencia de obreros y patrones. El viajero del tiempo (que en la novela no tiene nombre) se da cuenta de que el desarrollo evolutivo hacia un refinamiento tecnológico y social ha conducido por una parte a la decadencia (los Eloi) y por otra al salvajismo (los Morlocks).
En la película, sin embargo, se pierde la naturaleza de la relación entre ambas razas tal y como se exponía en la novela. Aquí, los Eloi se asemejan a una comuna de hippies –por cierto, todos rubios y de piel blanca en una flagrante demostración de etnocentrismo‒ que consumen demasiado LSD. Seguramente, si la película se hubiera estrenado unos pocos años más tarde, estos Eloi habrían sido interpretados como una sátira de la cultura hippie. Son los descendientes de aquellos supervivientes del holocausto nuclear que regresaron a la superficie una vez ésta volvió a ser habitable. Se trata de una raza inocente cuyo dormido potencial sólo necesita de un mesías que los libere de la opresión. Por su parte, los Morlocks de la película son tan solo los descendientes mutados y simiescos de aquellos que sobrevivieron a la guerra atómica y que optaron por permanecer en el subsuelo.
Resulta evidente que los temores atómicos que dominaron los cincuenta influyeron en la película de Pal tanto como las ansiedades derivadas del darwinisimo y la lucha de clases lo hicieron en la novela de Wells. Así, los cambios fundamentales que el guión efectúa sobre la novela afectan a su naturaleza, digamos, intelectual o filosófica, mientras que la peripecia aventurera pudo respetarse en mayor medida. Y es que, como Pal había hecho en La guerra de los mundos, aquí trató de actualizar la narración para dar cabida a los miedos y fantasías de la naciente década de los sesenta.
Así, Pal nos presenta a través de las tres paradas que George va haciendo en el siglo XX durante su viaje hacia el futuro lejano, un mundo atrapado por una perpetua escalada armamentística que culmina con la aniquilación de Londres por un satélite atómico que desata desastres naturales a una escala sin precedentes. Como en La Guerra de los Mundos, algunas de las escenas más dramáticas de la película son aquellas dominadas por el sonido de las sirenas antiaéreas, las multitudes corriendo hacia los refugios y la destrucción masiva.
Dado que la lucha de clases distaba de ser una preocupación urgente en una América que se enorgullecía precisamente de ser igualitaria, Pal dibuja a los Eloi como un pueblo preindustrial del Tercer Mundo, colonizado y explotado por los tecnológicamente superiores Morlocks. Mientras que el viajero de la novela detectaba una débil traza de la antigua humanidad incluso en los Morlocks, el protagonista de la película se indigna ante la frialdad emocional de los Eloi. Sintoniza, eso sí, con su bondad esencial y su indefensión frente a sus explotadores, aceptando como un imperativo ético la tarea de liberarlos de su indolencia utópica y encarrilarlos en el camino del trabajo duro y el progreso tecnológico.
Así, a pesar de su melancólica evocación del Londres victoriano, la cálida paleta de colores de su fotografía, el atractivo steampunk de sus artefactos y miniaturas y los efectos especiales –de los que hablaremos a continuación‒, la película de Pal dista mucho de ser un ejercicio de nostalgia. De hecho, transformó la metáfora de Wells sobre la lucha de clases en un discurso propio de la Guerra Fría que defendía la necesidad del imperialismo americano.
Por tanto, el ánimo satírico y pesimismo evolutivo de Wells, tan propios de la Europa de su tiempo, se pierden totalmente en la película. George rápidamente se hace cargo de la naturaleza del futuro al que ha ido a parar, lidera a los Eloi contra los Morlocks para liberarlos de la opresión y regresa al Londres de su época tan sólo para recoger algunos libros que le ayuden a reconstruir la civilización en el futuro. Suponemos que, junto a Weena, se convertirán en el Adán y Eva de un nuevo y prometedor mundo. En fin, la actitud, valores y espíritu de un buen e idealizado héroe americano: luchador por la libertad, defensor de los débiles y pionero de la tecnología y el progreso.
En esta última parte de la película, el guión no se diferencia demasiado de otros films de CF de la época, como Captive Women (1952), Mundo sin fin (1956), Beyond the Time Barrier (1960) o Los viajeros en el tiempo (1964), en las que un astronauta o piloto de pruebas viaja al futuro y se enfrenta a puñetazos o a tiros con malvados mutantes para salvar a alguna bella humana superviviente. De hecho, el futuro que encuentra George se parece mucho a un pasado propio de los relatos de aventuras, un momento y lugar en el que un hombre puede marcar la diferencia, en el que el héroe puede enamorarse de la chica más bella del lugar que, además y a diferencia de la convencional y encorsetada sociedad de la que procede, sabrá apreciar sus capacidades.
Por otra parte, el guión, a pesar de contar con la fuerza de la imagen, no es capaz de reproducir los momentos de absoluto terror que Wells describía en su novela. Al final, George derrota mediante el fuego a los Morlocks en un apresurado, típico y nada satisfactorio final.
El guión, probablemente debido a consideraciones presupuestarias habida cuenta de que se necesitarían bastantes efectos especiales, también eliminó las escenas climáticas del libro, de gran poder evocador y melancólico, en las que el viajero se traslada a un futuro muy lejano para contemplar cómo la humanidad ha evolucionado hasta convertirse en crustáceos y, más allá todavía, el fin del mundo, un recordatorio de la insignificancia del ser humano en la inmensa corriente del tiempo.
Ahora bien, en el fondo no importan todos los fallos de guión, las notables licencias que se toma respecto a la novela, simplificaciones y corrección política en la que cae. Porque El tiempo en sus manos es, sobre todo, una película entretenida. A diferencia de La guerra de los mundos, aquí se abraza sin reparos la nostalgia por el pasado. El guión mantiene la acción inicial encuadrada en el periodo histórico en el que fue escrita la novela, lo que permite al equipo de diseño de producción lucirse con la recreación del mundo victoriano. Las escenas que transcurren en la casa de George y que ilustran sobre la actitud que en la época se tenía hacia la ciencia tienen incluso un toque de extravagancia, como cuando Philby (Alan Young) trata de convencer a George para que no utilice su invento.
Pero si hay algo que recuerda todo aquel que ha visto la película es el efecto de viaje en el tiempo desde la perspectiva de George. Cuando éste acelera su máquina, todo a su alrededor comienza a moverse más deprisa y el paso del tiempo se refleja mediante velas que se funden y plantas que crecen y florecen en segundos, la rápida alternancia de día y noche, sombras que corren por el techo, un caracol que se mueve a gran velocidad y el cambio de modas en el maniquí del escaparate frente a la casa de George. Es una secuencia en la que la combinación de trucos fotográficos, animación stop-motion y filmación sincopada de pinturas que se iban retocando, consigue suscitar en el espectador el siempre tan buscado sentido de lo maravilloso de una forma casi mágica.
George Pal eligió La máquina del tiempo de Wells en parte porque le brindaba la oportunidad de crear efectos especiales de primer nivel. Pal era un especialista en estas tecnologías que había empezado su carrera como marionetista en su Hungría natal, haciendo breves anuncios publicitarios a finales de los años treinta. Huyendo de los nazis, en 1940 se traslada a Hollywood, creando programas infantiles por cuyos efectos visuales ganó su primer Oscar en 1943. Cuando dio el salto al cine de acción real, primero como productor y luego como director, obtendría ese galardón cuatro veces más hasta El tiempo en sus manos (que también lo logró, encargándose en esa ocasión de los efectos la empresa Projects Unlimited, fundada por Gene Warren, Tim Barr y Wah Chang).
No es que los efectos especiales fueran algo inédito en el cine anterior a Pal, todo lo contrario. Por coger sólo un ejemplo emblemático, Metrópolis (1927) ofrecía algunos momentos realmente impresionantes; pero la mayoría de sus efectos (enormes escenarios, gran número de extras, modelos a escala que interactuaban con los actores) eran, en esencia, los mismos que podían verse en el teatro del siglo XIX. Transmitían sentido del espectáculo, pero no eran algo propio y exclusivo del lenguaje cinematográfico. La ciencia-ficción, siempre enamorada de la tecnología, encontró en ésta la forma de dar forma a sus visiones del futuro, y George Pal fue clave en ese desarrollo del aspecto visual del cine que permite hacer creíble lo imposible. Aunque sus películas fueron ampliamente superadas por el salto que supuso 2001: Una Odisea del Espacio (1968), no se puede entender el cine de ciencia-ficción de los cincuenta y sesenta sin estudiar la figura de Pal.
En comparación con la secuencia del viaje temporal, las escenas ambientadas en el futuro de los Eloi y Morlocks están menos inspiradas, limitándose a estereotipos y ambientes propios del cine de aventuras de serie B. Especialmente decepcionante resulta la parada que George efectúa en la Tercera Guerra Mundial, supuestamente librada, como hemos dicho, en 1966. Es la peor secuencia de la cinta, con un Londres en miniatura destruido por volcanes que escupen lava fabricada con gachas teñidas de rojo. No sólo se trata de una idea disparatada, sino que técnicamente se asemeja más a un experimento escolar de ciencias que a una secuencia aspirante al Oscar. Y es que éste galardón lo ganó la película por los ya mencionados momentos de viaje en el tiempo, mientras que los pasajes del futuro (ya sea en el Londres atacado por armamento nuclear y sumergido por la lava, o en el falso paraíso de los Eloi) están resueltas con justeza, denotando que la película distaba de ser una superproducción.
Por cierto, la máquina del tiempo propiamente dicha es un personaje de tanta entidad en la película como el propio Rod Taylor. Construida por Bill Ferrari a partir de una silla de barbero victoriana montada sobre un trineo, con sus barras de latón brillante, palancas, coloridos controles y una rueda giratoria en la parte de atrás, refleja en su memorable diseño el romanticismo de toda una época y sirve de recordatorio a los fans más jóvenes de que la ciencia-ficción también tiene una historia anterior a los satélites, la realidad virtual y los ciborgs. De hecho, la máquina se ha convertido en una suerte de icono popular que se homenajea en multitud de programas y películas, de Gremlins a The Big Bang Theory. En 1971, fue vendida en una subasta de la MGM a un feriante ambulante, apareciendo increíblemente años después en una tienda de segunda mano, donde fue localizada y comprada por el historiador cinematográfico y coleccionista Bob Burns, quien la restauró con ayuda de los planos originales que le proporcionó su amigo George Pal.
El único trabajo interpretativo verdaderamente destacable aquí es el del australiano Rod Taylor, que sabe encarnar la necesaria combinación de hombre de ciencia y de acción. Su apariencia varonil le otorga credibilidad en las escenas de contenido físico, pero también resulta verosímil en aquellas que exigen una mayor expresividad, como su alegría al comenzar a explorar el tiempo sentado a los mandos de su invento; o su amargura y desilusión por la época que le ha tocado vivir y que le ha convertido en un solitario. Hay una interesante metáfora aquí sobre aquellos individuos que se esfuerzan al límite antes de encontrar su verdadero propósito vital. Aunque George habla mucho acerca de cómo podría mejorar su propio tiempo con ideas traídas del futuro, resulta evidente que su corazón pertenece a una realidad muy lejana, una en la que le espera el amor y en la que pueda satisfacer completamente sus ideales humanistas.
Hasta su muerte en 1980, George Pal siempre quiso hacer una secuela de El tiempo en sus manos, pero sus propuestas fueron rechazadas una tras otra por la MGM. Uno de los guiones que se manejaron, por ejemplo, incorporaba los mencionados pasajes de la novela en la que el viajero llegaba hasta el ocaso del planeta.
Muchos escritores han utilizado la novela de Wells como base para secuelas (Las naves del tiempo, 1995, de Stephen Baxter) o historias alternativas. La propia película fue víctima de un remake televisivo en 1978 y otro cinematográfico en 2002, con abundante presupuesto y la particularidad de ser dirigida por Simon Wells, nieto del gran escritor. El mismo H.G. Wells ha sido convertido en viajero temporal varias veces, como en Los pasajeros del tiempo (1979) o episodios de Doctor Who y de Lois y Clark. Sin embargo, la película de Pal sigue siendo, por el momento, la adaptación más fiel y apreciada de la novela de Wells.
Atractiva combinación de fantasía Victoriana, especulación científica y aventura, El tiempo en sus manos fue una producción inspirada que homenajeaba una época, recuperaba un clásico de la literatura y rendía cumplido tributo al espíritu explorador de la ciencia y a los valores más queridos de nuestra civilización. Pero además ha quedado como el hito que señala el umbral de un nuevo tipo de cine, un cine basado en el espectáculo y los elaborados efectos especiales destinados a impactar en la retina y el cerebro de los espectadores.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia-ficción. Reservados todos los derechos.
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