He aquí una palabra que, antes de designar a los criminales más corrientes, se tiñó de connotaciones siniestras desde la misma fecha de su puesta en uso.
Aunque luego insistiremos en ese matiz, vamos a adelantar algunos datos en torno a su difusión por Europa. Gracias a la investigación del escritor Néstor Luján, sabemos que el vocablo asesino es leído por vez primera entre nosotros gracias a que lo difunden las Partidas de Alfonso X el Sabio. A comienzos del siglo XIV, también se cita en la Gran conquista de Ultramar, aunque con una ortografía diversa: anxixin. Lo emplea asimismo el infante don Juan Manuel y finalmente, con criterio filológico, aparece en el Tesoro de la Lengua Castellana, de Covarrubias.
Dice Luján que, hacia 1535, Juan de Valdés declaró que «assasinare es una de las palabras italianas que quisiera aprovechar para el castellano, cosa que bien se hizo. […] Pero insistimos en que las formas assasino y assasinare fueron realmente populares en Italia en el siglo XVI y de allí volvieron a introducirse en las lenguas romances que han influido en la fijación definitiva de las formas antiguas medievales».
A veces confundidos con imágenes legendarias, los personajes que dieron lugar a la palabra de marras tienen un turbio pasado, idóneo para encender la imaginación de los lectores. El caso es que asesino proviene del vocablo árabe hashissi y de su plural, hashishiyyin, esto es, consumidor de hashis o cáñamo hindú.
Según las viejas crónicas, el hachís era el narcótico predilecto de los miembros de una secta ismaelita: los seguidores del llamado Viejo de la Montaña, capaces de cometer los peores crímenes sin pesar ni titubeo. Dice el historiador Bernard Lewis que la palabra se popularizó en las crónicas de las Cruzadas, aludiendo siempre a un grupo religioso que era repudiado tanto por cristianos como por musulmanes.
Añade Lewis un informe fechado en 1175, obra de un enviado del emperador Federico Barbarroja a Egipto y Siria. Lo que en él puede leerse aclarará, sin duda, la naturaleza de estos fanáticos. Observa el viajero que en los confines de Damasco, Antioquía y Alepo hay una casta de sarracenos muy singular. Habitan desde antiguo las montañas más escarpadas y, en su idioma, son llamados heyssessini. Viven sin ley ni aparente moralidad, al servicio de un jefe «que provoca el mayor de los miedos en todos los príncipes sarracenos, tanto próximos como lejanos, al igual que en los señores cristianos de la vecindad, pues tiene el hábito de matarlos de forma extraordinaria. El método que emplea para ello es como sigue: este príncipe posee numerosos y hermosísimos palacios en las montañas […] En esos palacios crecen desde muy tierna infancia los hijos de sus campesinos. […] Sus instructores enseñan a esos jóvenes desde su primera juventud que deben obedecer en todas sus órdenes y deseos al señor de su tierra, y que, si así lo hacen, él, que tiene poder sobre todos los dioses vivos, les otorgará los placeres del paraíso. […] Cuando están en presencia del Príncipe, él les pregunta si desean obedecer sus órdenes, para así concederles el paraíso. […] Por consiguiente, el Príncipe da a cada uno de ellos una daga dorada y los envía a matar a aquel príncipe cuyo destino haya marcado» (Los asesinos, trad. de Lorenzo Díaz, Madrid, Mondadori España, 1990, pp. 22-23).
Por lo que sabemos, los discípulos de este sátrapa fueron tan obedientes a su líder que la noticia de sus delitos ha acabado por incorporarse a nuestras vidas por la vía del idioma.
Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Esta es una versión expandida de un artículo que escribí, con el seudónimo «Arturo Montenegro», en el Centro Virtual Cervantes, portal en la red creado y mantenido por el Instituto Cervantes para contribuir a la difusión de la lengua española y las culturas hispánicas. Reservados todos los derechos.