Hace siete siglos, en 1298, frente a la isla de Curzola, hoy en la Dalmacia croata, los genoveses derrotaron a los venecianos en una ruda batalla naval. Un cronista de la época sostiene que se hicieron 5.000 prisioneros, tratados con generosidad. Puede ser. Entre ellos, un tal Marco Polo. También puede ser.
En la cárcel genovesa, Polo conoció a Rustichello da Pisa, que llevaba varios años de encierro y esperaba ser rescatado por dinero. Rustichello era un escritor bastante popular, que se había especializado en refritar leyendas del ciclo arturiano, en forma de romances (lo que hoy llamaríamos novelas), tal vez el antecedente del folletín decimonónico y el culebrón de nuestros días.
El pisano se expedía en una suerte de «francés lombardo», en cualquier caso, no en el neolatín luego transformado en toscano, más tarde en italiano canónico. Había gran circulación de franceses por Lombardía, algunos escapados de la cruzada de Inocencio III contra los albigenses, y esto explica la vigencia literaria de su lengua en aquellos pagos.
La chirona ha sido escenario real o fabulado de tareas literarias ilustres: Cervantes, Silvio Pellico, el marqués de Sade, fray Servando Teresa de Mier, Antonio Gramsci y Marco Polo pueden servir de pruebas. Polo sabía contar oralmente, pero no escribir; Rustichello se las arreglaba para redactar por escrito, pero sólo le salían apócrifos.
Al juntarse, lograron pergeñar uno de los libros más perdurables de la modernidad, entonces apenas inaugurada: Le divisamens dou monde, Livre des merveilles, De mirabilibus mundi, popularmente conocido como Il Milione, que en diversos modos y lenguas se lo ha (re)bautizado. Milione era el apodo familiar de los Polo y el texto se denomina de tal manera en la edición italiana, si cabe denominarla así, de 1309.
Polo dijo haber estado en la China durante veinticuatro años, entre 1271 y 1295. Algunas de las cosas recogidas o interpoladas por Rustichello (vaya servida la cadencia: Polo el interpolador) son legendarias, bíblicas y artúricas: el Preste Juan de las Indias, Gog y Magog, el arca de Noé, un emperador subido a una montaña de jade que ordena la salida y la puesta del sol, cada día, cada noche.
¿Estuvo Marco Polo realmente en la China? Aparte de los episodios legendarios, ¿resulta verosímil que en un cuarto de siglo no haya reparado en la famosa muralla? Inatención de maravilla que a fines del siglo XIX permitía juzgar a Oscar Wilde que el libro del veneciano era uno de los mejores de la literatura universal.
Cronistas probos y minuciosos, pioneros del viaje a Oriente, como Giovanni di Pian del Carpine u Odorico de Pordenone, resultan ilegibles. Polo, como testigo o como fabulador, permanece en pie.
Un encarnizado descriptor del universo componía sus tercetos por la misma época, el florentino Dante Alighieri. No parece haberse enterado de la existencia de su inopinado colega. Se afanaba por itinerarios infernales y celestiales, pero demostraba nulo interés por lo exótico. En compensación, Polo introdujo la fabulosa Catay (la China histórica o legendaria) en la literatura caballeresca, por ejemplo, en la de Matteo Boiardo.
Quien lo tomó en serio fue otro quizás italiano, tal vez genovés, Cristóbal Colón o Cristoforo Colombo, que dejó anotado un volumen del Milione. Cruzó el mar de los Sargazos y tropezó con las Indias. Traduzcamos: el Atlántico y América. Allí dio con el hombre anterior a la Caída y los cuatro ríos del Paraíso. Traduzcamos: los indios siboneyes y la desembocadura del Orinoco.
Voltaire dirá, a su tiempo, que la historia es el arte de transformar el pasado en leyenda. Leyenda: lo legible, lo que se puede leer. Colón tomó en serio las habladurías de Marco Polo refritadas por Rustichello da Pisa e incorporó las Indias a la Ecumene occidental. Dante, desdeñoso de pintoresquismos, prefirió enviar al Infierno de sus obsesiones a tantos contemporáneos para él indeseables.
Ambos italianos locuaces de comienzos de la modernidad se han incorporado a nuestro pasado y al pasado de Colón, que también es el nuestro —y privilegiadamente— porque pudieron contar la historia, convertirla en leyenda.
Imagen superior: Benedict Wong y Lorenzo Richelmy en «Marco Polo» © Netflix.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo fue editado originalmente en Cuadernos Hispanoamericanos. El texto aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.