Gustav Janouch (1903-1968) tuvo una existencia más bien kafkiana: su padre se suicidó, él participó en la Resistencia y fue encarcelado por sus compañeros comunistas, quedó viudo y su hija murió en plena niñez.
A los veintiún años perdió a su padre natural, con quien tenía malas relaciones, y a su padre simbólico y efectivo, Franz Kafka. Curioso remate de una historia en la cual Kafka, según sabemos, se enfrentaba con un padre insustituible, con el cual no podía identificarse ni aspirar a heredarlo.
La literatura fue su figura paterna, seguramente más poderosa que cualquier papá meramente anecdótico.
En sus Conversaciones con Kafka, precisamente, se advierte el poder paterno de Kafka atestado por Janouch, quien fue recogiendo dichos y paseos del escritor, al cual trató casi diariamente durante unos años de su juventud, acaso los únicos «verdaderos» de su vida.
Lo llama «doctor Kafka» y transcribe desde la más trivial y sobada opinión hasta la más sutil reflexión de una mente poderosa, madura, aforística y dotada de talento poético, como para convertir su saber en buena prosa. Janouch, seguramente, se queda fuera de la mayor parte de ese territorio inagotable, pero le cabe el incansable mérito de haberlo explorado con devoción y cierto temor reverencial, dejándonos el testimonio de un Kakfa atento a la minucia de la historia y, a la vez, a las recaídas de los asuntos circulares, míticos y trágicos de la condición humana.
Se retrata en su discurso como el hombre desarraigado de todo lugar (no tiene casa propia), de toda lengua (escribe en alemán porque no sabe hebreo ni checo), de todo género, hasta de toda edad, pues nada nos dice de su vida íntima.
Hay una antropología en la palabra kafkiana, desde luego: la identidad humana se dibuja en el espejo de la tragedia cuando todo ha terminado en la vida del sujeto. Una antropología que surge de la necesidad religiosa de una mentalidad severamente laica, en la cual lo sagrado es la vida misma como existencia: la verdad y el tiempo –el de la vida cotidiana– son misterios y, a la vez, evidencias.
Toda una fórmula poética que encierra el mundo pesadillesco de Kafka, ese hombre que no podía contar sus sueños. Janouch confiesa no poder leer los libros de Kakfa.
Cabe sospechar que, para kafkiano, le bastaba con su propia vida y para literatura kafkiana, lo que su memoria recuerda haber oído de aquel sombrío y amable abogado de una sociedad de seguros praguense.
Copyright del texto © Blas Matamoro. Este artículo fue editado originalmente en Cuadernos Hispanoamericanos. El texto aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.