El 7 de enero, de 1839, François Arago presentaba el daguerrotipo como una novedad ante la Academia de Ciencias de París. España se agregó precozmente al invento, pues el primer ensayo se hizo el 10 de noviembre siguiente, en Barcelona. El 18 se “daguerrotipó” el Palacio Real madrileño, pero la pieza se ha perdido.
Publio López Mondéjar, infatigable investigador del tema, editó Las fuentes de la memoria : fotografía y sociedad en la España del siglo XIX (1989), libro que se añade a los varios que ha hecho sobre la materia.
Es curioso observar cómo se desarrolló la daguerrotipia en España, un país entonces dispersado por la inopia administrativa y las guerras carlistas, reacio al progreso y que se había hundido en una prematura decadencia por la pérdida de América.
La adoptaron los hombres de ciencia modernizantes, la ejercieron como profesión unos tomadores de vistas de segunda fila, que no podían hacer carrera en Europa, y la utilizaron como disciplina auxiliar los grabadores, que editaron álbumes de paisajes y monumentos facilitados por las impresiones daguerrotípicas.
Gautier y Borrow, viajeros eruditos que iban provistos de sus cámaras respectivas, tuvieron problemas con la policía y las aduanas españolas, que sospechaban de aquellos extraños aparatos, tal vez subversivos, acaso simplemente diabólicos.
De hecho, algunos caricaturistas de la época representaron a los primitivos fotógrafos como demonios: siempre la obtención de imágenes a partir de la realidad ha estado vinculada con la captación de almas, la fantasmagoría y el exorcismo.
Los daguerrotipos fueron, en los comienzos, piezas únicas y, por ello, muy valiosas. Se hacía la toma en una lámina de cobre que solía enmarcarse o guardarse en la intimidad de unos estuches de metal, acolchados de peluches o damascos como miniaturas o guardapelos, muy del gusto romántico.
En 1841, Talbot inventa la fotografía reproducible y la industria abarata el invento. Pero sólo en 1851, cuando Scott Archer introduce el colodión, haciendo posible la fotografía instantánea, se produce la verdadera aparición de este artefacto, tal como lo concebimos hoy: como la captación de la vida efímera y fluyente.
Este arte de lo fugitivo y fantasmal casa bien con la era romántica en que nace. Abundan los retratos de desconocidos, inquietantes en su nitidez daguerrotípica que, a poco de esquivado el ojo del espectador, se transforma en un contorno evanescente, mezclado con los reflejos de los visitantes a la exposición sobre su superficie de cobre: una selva de fantasmas en miniatura.
Hay fotos de muertos, sobre todo de niños, algunos ataviados con la candorosa y complicada indumentaria final: refajos blancos, flores artificiales, coronas de inocencia: angelitos de teatro. Aparece, sobre todo, en esta imaginería, la tristeza del cuerpo romántico: caras pálidas, ojeras, talles atormentados por corsés, negrura del chaqué, textiles luctuosos.
Desujetado de este tormento, que enfatizan las poses rígidas del daguerrotipo (las sesiones duraban hasta veinte minutos y las sillas tenían una suerte de garrote que sujetaba a los modelos para evitar meneos inoportunos o desmayos), el cuerpo romántico se revela en el desnudo erótico y muestra, por primera vez, la intimidad indefensa del hombre (mejor dicho, de la mujer), sin la mediación engañosa del pintor o el escultor.
El cuerpo, tan escasamente visto en ese mundo de alcobas oscuras y señoras envueltas en camisones con una recatada abertura higiénica, es como una sorpresa ante sí mismo. Por eso, tal vez, abundan las imágenes de mujeres desnudas mirándose en espejos o superficies brillantes que simulan ser de agua.
Cuerpos pálidos, que nunca se han asomado a la luz del sol, algo obesos, que se adivinan blandos al tacto y al mordisco, cuerpos que, acaso, sólo se desnudan con la excusa del arte, en la pose privada de un taller de pintor o de fotógrafo.
A mediados de siglo, los tomavistas europeos empiezan a recorrer España, guiados por el modelo de los viajeros románticos, gentes del Norte que se sienten atraídas por ese país singular, en que los testimonios arquitectónicos de un pasado glorioso se mezclan con la miseria y la mendicidad, el rumbo de una Corte barroca y pomposa se codea con el arcaísmo de sus muchedumbres rurales, donde todavía hay bandidos montaraces, guerrilleros visionarios, barbados como profetas, campamentos gitanos y pueblos levantinos entre palmerales que parecen los primeros aduares africanos.
Costumbrismo, pintoresquismo, busca de una teatralidad que se pierde en las grandes ciudades de la Europa industrial, fascinan la mirada romántica de estos fotógrafos que se llaman Napper, Clifford o Laurent.
Poco a poco, la fotografía arraiga en España y se venden retratos y escenas de salón como, otrora, los óleos y los dibujos, ahora con las firmas del francés Debas o el húngaro Kaulak.
Santiago Ramón y Cajal, el neurólogo, será un fotógrafo obstinado y un coleccionista de imágenes fotografías.
En 1883, en Valencia, ya aparecen fotos como obras de arte en una exposición de pintura. En estas viejas piezas hay detalles inquietantes. En las tomas de paisajes, por ejemplo, la luz del centro de la imagen es más poderosa que en el contorno, dando al conjunto el aspecto de unas formas que estallan como visiones fugitivas, desde la luz a la tiniebla.
A menudo, un personaje humano, un animal, una barca, se han movido en la exposición y han dejado un rastro borroso fantasmagórico, acentuando justamente lo que el tiempo y el movimiento tienen de desaparición.
Hay, además, el truco de una sensación de inmediatez que no es tal: la realidad no es captada “tal como ella es”, sino tal como la encuadra la mirada del fotógrafo, cargada con la cultura (o la semicultura) de siglos de artes visuales. Y hay, por fin, esa ambigüedad que hace a la seducción de la imagen fotográfica. Si, por un lado, la fotografía eterniza lo pasajero, por otro, transtorna el orden de lo efímero, violentando o que la vida tiene precisamente de vivo: su transición constante, su movimiento.
Los personajes y las cosas fotografiadas siempre están susurrando ante la cámara algo así como “dejadnos desaparecer en paz, no intentéis perpetuarnos”.
Imágenes: Santiago Ramón y Cajal posando para el escultor Agustín Querol. Retrato al daguerrotipo de una bailarina de la escuela bolera, hacia el año 1850. Fototeca del IPCE.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo fue publicado originalmente en la revista Vuelta, y aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.