Uno de los más fascinantes enigmas de la cultura occidental consiste en observar la escasez de datos biográficos que se conservan de tres protagonistas literarios como lo son Dante, Shakespeare y Cervantes.
De este último, por lo que nos toca, faltan los detalles de las edades fundantes —infancia, adolescencia— para construir una biografía moderna. La compensación tradicional consistió en inventarse un heroico y modélico don Miguel, apto para la historieta didáctica y las conmemoraciones oficiales.
Los biógrafos posteriores, como el francés Jean Canavaggio, han optado por la prudencia: exponer lo que está documentado, señalar los huecos informativos y desplegar algunas hipótesis con la necesaria mesura que ellas requieren.
Tampoco es recomendable inclinarse a las suposiciones más o menos escandalosas en el campo sexual, como ha preferido hacerlo Rosa Rossi. El caso de Cervantes no es excepcional en el mundo del Barroco. Las vidas enmascaradas, las disimulaciones, los pasadizos secretos, tan propios de esa época, suelen dificultar la tarea de los biógrafos.
La cultura barroca es escasamente confidencial, pobre de intimidades, teatral y, por ello, escenográfica. Unamuno sostiene que, a la vuelta de los siglos, Cervantes tiene la misma realidad que Don Quijote.
La vida del escritor es un efecto de su obra y Miguel sigue saliendo al camino a desafiar molinos de viento, es decir lectores. Cierto romanticismo y, aún más, cierto tardío y fatigado neorromanticismo) insistió en que un artista lo era porque había sentido unas extraordinarias emociones, las propias del genio, y las había transmitido a los demás, como un regalo titánico: el espejo de la pasión.
El artista debía arrastrarse por abismos de dolor inaudito, gozar en orgías incomparables, tener visiones o cometer actos extraordinariamente beatos o malvados, Si no, era imposible que pudiera ceder a la humanidad tan inusuales muestras de humanidad, valga el retintín, como las exhibidas por el arte. Cervantes era Don Quijote; el ideal desmesurado perdido en un mundo trapacero, sórdido y calculador.
Por eso, había que hacerlo sufrir en la piojosa cárcel, el tórrido baño de Argel o la desgarrante Lepanto. Muchos españoles de la época estuvieron presos, fueron cautivos y quedaron mutilados de guerra. Pidieron limosna, enloquecieron o se resignaron a su destino, penoso pero único, como el de todos los hombres.
Ninguno de ellos compuso el Quijote, ni siquiera las Novelas ejemplares o los entremeses cervantinos, textos melancólicos y jocundos, como buenos productos del barroco. Ahí están los cuerpos gloriosos del Caravaggio, perdidos en la tiniebla del mundo.
Si quitamos la tensión tragicómica y ponemos todo en la grave cuenta del ideal, ángel caído en la tierra de los hombres, el barroco desaparece, como se desvaneció en el siglo XIX, hasta su rescate en los años del modernismo. ¿Qué dirán las borradas páginas de la vida de Cervantes? Acaso, no mucho mas que los polvorientos expedientes en que pidió unas monedas para escribir, con cierta holgura, esos libros que eran su destino y hoy son, en cierta medida, el nuestro.
Estos han de ser, seguramente, lo único extraordinario de su vida, canjeable por la de cualquier hombre, como se canjeaba por árabes los cautivos cristianos de Argel, los Cervantes (valga la minúscula) que se codeaban con don Miguel.
Las biografías románticas, como queda dicho, se esfuerzan por mostrar vidas inauditas que justifiquen obras igualmente inauditas. Luego, los positivistas intentaron explicar la dependencia de la obra respecto a la vida por medio de razonamientos científicos: la génesis, la herencia, el ambiente. Sainte-Beuve y Taine.
Y, por fin, llegó Mallarmé, echó los dados (seguramente, en alguna timba cervantina) y arriesgó que el arte es una suspensión momentánea del azar, que sigue su ¿curso? No el resultado de una necesidad, porque necesidades subjetivas tenemos todos los hombres y arte producen algunos. El dolor no explica el hallazgo del analgésico, aunque éste lo calme y aún logre hacerlo olvidar. Recuerdo siempre, al caso, la admirable biografía de Dostoievski que compuso Henri Troyat.
Recomiendo leerla después de conocer las novelas de Dostoievski. La vida del escritor ruso queda contada a partir de sus novelas. Todo lo que en ella ocurrió ha surgido de sus libros. Raskolnikov, Mishkin, el viejo Karamazov y sus encantadores chicos fueron el preciso espejo en que se miró para ordenar los inciertos días de su existencia. Hora por hora, ésta es indiscernible, ninguna documentación podría agotarla.
Como ciclo, resulta inteligible gracias a sus fábulas. Un poco a la manera como Freud explica los cimientos de nuestra cultura por Hamlet y por Edipo. Todos, con nuestros anecdotarios, tan inabarcables como el universo, alimentamos las tragedias de Hamlet y Edipo. Somos ellos mismos, sin llegar a serlo del todo. Y ellos son todos nosotros, sin ser nadie.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo fue publicado originalmente en la revista Vuelta, y aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.