Toulouse-Lautrec, aunque evoque, con cierta puntualidad, unos ambientes lejanos en el tiempo, parece, como dice el entusiasmo del espectador capaz de entusiasmarse, «recién pintado».
No es casual esta reacción. Tal vez porque, precisamente, en ese nudo gordiano de la pintura moderna que es el llamado impresionismo, estén escritos sus destinos. Ante todo, en razón de que es una pintura llena de mundo y, a la vez, disparada hacia la abstracción.
Los personajes de Toulouse tienen una intensa historia, documentada en sus rasgos, sus vestimentas, su mirada, el esbozo de sus actitudes, hasta el grano de su piel y el color de su pelo. Pero esa historia es muda, no la podemos explicitar, sólo existe en el cuadro. Se liga a la historia de algunos otros sujetos que deambulan por la tela y el contorno del dibujo los encierra como en una cápsula (un recurso que el diseño modernista explotará con obsesión).
Más allá, el mundo se disuelve en trazos sin referencias o superficies vacías. Las varillas del tou-tou de la bailarina, los flecos del mantel, las manchas de humedad de la pared, se tornan líneas dramáticamente entrecruzadas, manchones, ceniza de las cosas. Los objetos empiezan a desaparecer cuando el cuadro se consuma y el mismo cuadro, en sentido tradicional y mimético, desaparece con ellos.
A Toulouse le atraían los cuerpos que danzan: las bailarinas, hasta algún bailarín negro: cuerpos que pasan con rapidez por el espacio, dejando un rastro de aire en movimiento, una talla de oquedad, una abstracción.
Toulouse intentó atrapar, inmovilizándolo, el gesto raudo del cuerpo que baila. Llevado al extremo, este intento vuelve a dar, de nuevo, en la abstracción. Lo comprobamos en los esbozos para los retratos de la bailarina norteamericana Loie Fuller, de la cual nos han quedado algunos breves filmes coloreados a mano.
Envuelta en metros de gasa, la Fuller era una suerte de gigantesca mariposa de pacotilla, flechada por las luces del proscenio, una nube luminosa en constante deformación, todo menos un cuerpo. A Toulouse debió hechizarle esta capacidad taumatúrgica de la Fuller: hacer del cuerpo un manchón luminoso.
En la luz, la carne se abstrae. Los seres tulusianos no hablan. El pintor los suele sorprender en gestos muy concentrados pero carentes de palabras. Aunque se sitúen en lugares abigarrados, como el cabaret o el burdel, las escenas de Toulouse son silenciosas. Más bien, esta gente parece estar escuchando, en el silencio, la llegada de alguna palabra.
También en esta mudez y en esta sordera del orbe tulusiano, hay algo de abstracto. Las mujeres que se embriagan, solitarias, o se abrazan con ternura fraterna, los burgueses que aproximan una oferta al oído de las cocones, las suripantas en el momento de pasar de las bambalinas al proscenio, se detienen el mínimo de tiejnpo preciso para que Toulouse les ordene acallar todo sonido, porque está por atrapar al fantasma, por volver la luz la densidad momentánea del cuerpo, por mostrar el fondo del mundo como una malla de hilos nerviosos, tendidos hacia un destino que está fuera del cuadro, tal vez esa palabra que todo lo explique.
Mientras tanto, Toulouse consigue la inmovilidad y el silencio, seguramente porque ha prometido a su gente la eternidad.
Copyright del texto © Blas Matamoro. Este artículo fue editado originalmente en Cuadernos Hispanoamericanos. El texto aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.