El siglo XIX atribuyó al pensamiento medieval la idea de que la Tierra era plana, un mito gracias al cual se demostraba que la era del auténtico conocimiento fue la Modernidad y su ciencia. El siglo XX, en su necesidad de mitos compensadores, consolidó esa mentira como verdad.
La redondez de la Tierra se conoce desde el siglo VI a.C., hasta donde se sabe con certeza, aunque se ha dado por válida la creencia de que la Edad Media ignoró los grandes saberes de la Antigüedad clásica y entró en un milenio de irracionalidad y superstición que sólo sería superado en la era moderna, con el advenimiento de la era de la Razón.
Según Jeffrey Burton Russell, catedrático emérito de la Universidad de California en Santa Bárbara, y autor de Inventing the Flat Earth: Columbus and Modern Historians (1991), el origen del mito se remonta a La vida y viajes de Cristóbal Colón (1828), del escritor norteamericano Washington Irving, quien ya avisó inútilmente del alto contenido ficticio de dicha obra, donde el protagonista es un héroe solitario.
El Colón de Irving, inmortalizado luego por el cine y la televisión, defiende su convicción de que la Tierra es redonda frente a un mundo de supersticiosos e ignorantes, identificado con la España de la época. Se trata de una imagen muy sugerente, pero en realidad, es un disparate histórico.
Contrariamente a la interpretación popular que se extendió desde entonces, y que aún se puede encontrar en muchas publicaciones, el Claustro de la Universidad de Salamanca jamás debatió la esfericidad de la Tierra. Eso hubiera sido algo absurdo en una institución que era vanguardista y pionera en la ciencia de aquel tiempo.
Los sabios españoles conocían de sobra que la Tierra era redonda. Lo que en realidad discutieron fue la distancia entre Europa y Japón a través del océano Atlántico y la posibilidad de completar el viaje con la tecnología disponible.
Por desgracia, la ficción de Irving inspiró poco a poco a los defensores de una nueva ciencia que necesitaba consolidarse frente al dogmatismo religioso que había dominado la cultura europea durante siglos. Como suele ocurrir cuando se lucha por derribar un dogma, el aspirante acabó dogmatizado a su manera particular.
El debate sobre las teorías de Darwin facilitó la propagación del mito de la Tierra plana como forma de desacreditar a los cristianos que se oponían a la evolución de las especies. Si su tradición había creído en un planeta plano, ninguna de sus ideas era susceptible de ser tenida en cuenta. Como ven, no hay ser humano que esté libre de las falacias argumentativas.
El caso es que los seudosabios explotaron a conciencia el denominado “modelo del tabernáculo”, defendido en el siglo IV por Lactancio y en el siglo VI por el bizantino Cosmas Indicopleustes, para quienes el universo tenía forma cuadrangular. Pero ya San Agustín, según señala Umberto Eco en Historias de las tierras y los lugares legendarios, escribió que: «no hay que dejarse impresionar por la descripción del tabernáculo bíblico, porque ya se sabe que las Sagradas Escrituras hablan a menudo por medio de metáforas, y tal vez la Tierra es esférica».
En el siglo XIV, el alter ego de Dante “sube hacia abajo” para llegar al purgatorio y posteriormente salir al Paraíso por las antípodas de donde entró, algo imposible de imaginar si no se concibe una Tierra esférica.
El pensamiento medieval era de raíz simbólica, de manera que el mundo exterior servía como guía hacia el interior, al que se consideraba el realmente importante para el desarrollo del ser humano. Escribe Eco: «La Edad Media produce enciclopedias, Imagines mundi, que tratan sobre todo de satisfacer el gusto por lo maravilloso, hablando de países lejanos e inaccesibles, y todos estos libros están escritos por personas que jamás habían visto los lugares de los que hablaban, porque la fuerza de la tradición contaba más entonces que la experiencia. Un mapa no pretendía representar la forma de la Tierra, sino enumerar las ciudades y pueblos que se podían encontrar. Además, la representación simbólica era más importante que la representación empírica. En el mapa del Rudimentum novitiorum de 1475, lo que preocupaba al miniaturista era representar Jerusalén en el centro de la Tierra y no cómo se llegaba a Jerusalén. Esto no quita que hubiera mapas de aquel mismo período que representaran ya con bastante exactitud Italia y el Mediterráneo. Una última consideración: los mapas medievales no tenían una función científica, sino que respondían a la demanda de lo fabuloso por parte del público».
Más allá de los mundos simbólicos, nos recuerda el semiólogo italiano que la intención de los mapas medievales no era cartografiar con precisión el terreno. Debían servir como guía práctica, no como modelo fiel y descriptivo: «Piensen por un momento en el mapa de las líneas ferroviarias que aparece en los viejos horarios. A partir de aquella serie de nudos, clarísima si hay que tomar un tren de Milán a Livorno (y enterarse de que habrá que pasar por Génova), nadie podría extrapolar con exactitud la forma de Italia. La forma exacta de Italia no le interesa al que tiene que ir a la estación».
En los últimos años, se ha emprendido la revisión de los textos medievales como manera de superar la mitología creada por el siglo del progreso, que ha silenciado multitud de nombres y velado sus corrientes de pensamiento, precisamente por no encajar en el método lógico imperante entre el siglo XIX y comienzos del XX. A pesar de que tal método ha sido muy superado por la ciencia actual, el academicismo endogámico y mediocre aún insiste en convencionalismos ya superados.
Hoy sabemos que la Modernidad fue posible gracias al esoterismo docto del siglo XVI, y que la primacía de la razón no es el resultado de un avance humano en el ámbito epistemológico, sino una necesidad histórica que sólo es válida en los límites de unas circunstancias concretas. Esto es algo que el siglo XXI empieza a entender después de que el XX demostrara cuán fácil es acabar, en apenas unos pocos años sueltos aquí y allá, con siglos de cultura y esfuerzo civilizador.
Los programas para rescatar el saber olvidado son imprescindibles. Cada día que pasa, se hace más necesaria una aproximación interdisciplinar a la ciencia de otras épocas, de manera que se imponga una mayoría de académicos bien formados no sólo en la ciencia de vanguardia, sino en su historia y en las filosofías que la determinaron.
La propagación de la ignorancia premoderna, como ilustra el mito de la Tierra plana, sirve para mostrar cómo la civilización del progreso ha sido y es tan culpable como cualquier charlatán al uso de abusar de su autoridad intelectual y de cometer fraude, aprovechando en su favor la ignorancia, la pereza y el complejo de inferioridad/superioridad que nos domina.
De forma paradójica, el mito de la Tierra plana ha vuelto en el siglo XXI, impulsado por las redes sociales y por el auge de las teorías de la conspiración. Queda claro que la ignorancia, sobre todo en nuestro tiempo, resulta igual de inflamable que la pólvora.
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