La vieja costumbre de dividir el tiempo histórico en unidades regulares y adjudicar a cada una de ellas un sentido predominante, nos hace admitir con facilidad, por ejemplo, que el siglo XVI fue el del humanismo; el XVII, del barroco; el XVIII, el de las Luces; el XIX, de la revolución y la reacción, etc.
En la etcétera se sitúa el siglo XX y que quizá merezca el marbete de Siglo del Anacronismo, porque en él convivieron, más bien mal que bien ‒valga el galimatías‒ zonas de primitivismo político y social, audaces propuestas de modernización tecnológica y hasta imperiales mandatos sobre el futuro. Por no abundar en casos, limitándonos el campo del arte, podríamos ver el siglo XX como el de los vanguardismos. No estrictamente de la vanguardia, categoría decimonónica y que ya Baudelaire cuestionaba por tratarse de un vocablo militar que llevaba el debate cultural al campo de batalla.
El mismo Baudelaire manifestaba su perplejidad ante lo que entonces se denominaba futurismo, apoderamiento del futuro. Para el poeta francés, el hombre está condenado a ser moderno, o sea contemporáneo de su presente: histórico. Lo que aportó el pasado siglo es la organización de las vanguardias en colectivos disciplinados y militantes, dotados de proclamas doctrinarias que se convierten en obras de arte.
Y, de nuevo, la propuesta fuerte: situarse por delante de la mayoría, saltar del presente al futuro, llegar proféticamente antes al lugar donde los demás llegarán después. Imposible mayor declaración de anacronismo, en el buen sentido de la palabra o, al menos, en su sentido objetivo, desprovista de la connotación peyorativa con que solemos usarla: anacrónico por desfasado en el tiempo, anticuado, gastado por los días.
El futuro se puede inventar, programar, proyectar, hasta narrar (hay una literatura de anticipación, según se sabe) pero no habitar. Nuestra habitación es el presente, ese colectivo presente que nos convierte en humanidad.
Es cierto que el momento actual no es el mismo para todos y que podemos vivir en igual fecha pero en diversas épocas de la historia. Pero la comunidad del tiempo histórico cumple la paradójica tarea de tornar contemporáneos esos anacronismos.
Así es como las vanguardias reformaron el presente creyéndolo futuro; rompieron los gustos establecidos y los suplantaron por otros gustos establecidos; instauraron el valor estético de la sorpresa hasta que perdió su carácter sorpresivo y se convirtió en la institución de la sorpresa.
Dejaron, a pesar de su propuesta de exceder a la historia, una experiencia histórica: el arte que cuestiona constantemente su lenguaje, lo pone en tela de juicio, lo enarbola al tiempo que lo invalida: el arte que se erige en crítica del arte hasta el extremo de postular su aniquilamiento, como anunció Hegel y cumplió el dadaísmo.
La historia acabó apoderándose de este señorío del futuro y hoy es nuestro pasado. Los Grandes Relatos que anticipaban y resolvían el porvenir, según se dice, han caducado. Pero el porvenir sigue ahí, en las fechas huecas del tiempo futuro, como la flecha hacia el infinito que disparamos desde nuestro presente.
Imagen superior: la arquitectura futurista de Antonio Sant’Elia.
Copyright del texto © Blas Matamoro. Este artículo fue editado originalmente en la revista Cuadernos Hispanoamericanos. El texto aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.