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«2001: Una Odisea del espacio». Qué nos hace humanos

La genialidad es un comodín, un convenio, una clave que a los críticos y a los espectadores de una película les permite medir distancias con respecto a otras obras. La genialidad es, cuando se menciona a propósito de Stanley Kubrick, una manera de situarlo fuera de los géneros y al margen de grupos y escuelas. Kubrick abraza la tradición y la innovación, y al conseguirlo ‒por eso hablamos de un genio‒ entra dentro de otra categoría, la de los creadores indiscutibles.

Es un hecho rigurosamente cierto que a una parte del público le aburre el cine de Kubrick. En el caso de 2001, ese tedio es casi paradigmático. Si proyectásemos esta película a modo de experimento social, podríamos dividir a la tribu de los cinéfilos entre aquellos que bostezan y aquellos que se quedan con la boca abierta. Y sin embargo, nadie con un mínimo criterio cultural nos llevaría la contraria si decimos que este largometraje fue un acontecimiento que modificó la historia del cine.

2001 es una obra de arte. También es un ensayo sobre la condición humana. Pero es, sobre todo, un ejercicio de futurismo, que nos ayudó a intuir, allá por 1968, el futuro de la astrofísica y el de nuestro destino más allá de las estrellas.

Mucho antes de que las estaciones espaciales fueran una realidad, Kubrick nos mostró una. También nos invitó a seguir rutinas que los verdaderos astronautas asumirían en la vida real años después. Hoy sabemos que el cineasta consultó a cincuenta organizaciones para la que le indicasen qué nos esperaba en el porvenir. El resultado permanece en la pantalla: inteligencias artificiales, vehículos estelares y artilugios similares a iPads, videojuegos y terminales informáticos controlados por medio de la voz.

No debe sorprendernos. Ya es legendario el equipo de asesores que participó en la producción, desde el ingeniero de la NASA Frederick I. Ordway III hasta el pionero Irving John Good, un matemático que colaboró en Bletchley Park con Alan Turing y que abrió el campo de las modernas computadoras con ensayos como Speculations Concerning the First Ultraintelligent Machine y Logic of Man and Machine.

Otra celebridad del MIT, Marvin Minsky, fue quien aconsejó a Kubrick cuando éste abordó una dimensión del conocimiento que hoy empieza a condicionar nuestras vidas: la inteligencia artificial.

Para que ese creciente equipo asesor fuera debidamente escuchado, dos especialistas en astronáutica, Fred Ordway y Harry Lange, controlaron hasta el más mínimo detalle del diseño de producción. También controlaron los efectos especiales que debía poner en práctica ese mago de los trucajes que fue Douglas Trumbull.

¿Cómo resumir en pocas líneas un rodaje que llevó cuatro años de intenso trabajo? ¿Cómo explicar de forma razonable el caótico y minucioso proceso que condujo al estreno de esta obra maestra? Y lo que es más importante, ¿cómo sintetizar de forma fiable un argumento que ha desconcertado a varias generaciones de espectadores? Si esas preguntas ya suponen un reto, imagínense la incertidumbre que conllevan otras áreas de este monumental proyecto.

En todo caso, antes de avanzar, quédense con esta idea. Aunque 2001 puede ser interpretada como un vislumbre de la conquista del espacio, lo que en realidad trasciende de la película es algo mucho más apasionante y turbador. Me refiero a los saltos evolutivos, entendidos aquí como muescas de un engranaje cósmico que, en primer término, se activó en los homínidos y que miles de años después hará posible la aparición de un avatar perfeccionado de nuestra especie. Saltos evolutivos que Kubrick estudia en el ser humano, pero que también se observan en las máquinas. Sobre todo en ese ordenador tan locuaz e inquietante, HAL-9000 (Heuristically-programmed Algorithmic Computer), incapaz de hacer frente a ciertas exigencias morales a pesar de estar dotado de algo parecido a los recuerdos.

Precisamente su complejidad ‒su inteligencia‒ es lo que hará perder el control a HAL, quien, por un lado, conoce su misión especial mejor que los tripulantes a los que ayuda, y por otro, considera que esa misma misión es más importante que la vida de los propios astronautas.

Por distintas vías, 2001 explica cómo una criatura tan paradójica y frágil como el ser humano entiende sus procesos mentales.

¿Cómo anticipan los primates con los que se abre el film la incertidumbre de su entorno? ¿Y qué regiones del cerebro se movilizan en esos homínidos gracias al monolito? Si hacemos caso a Kubrick, probablemente sean las mismas que guían a esos técnicos del futuro, capaces de hazañas tan asombrosas como fabricar una supercomputadora y organizar un viaje a Júpiter.

El centinela

Hacer posible esta epopeya cinematográfica fue un proceso que comenzó mucho antes de que el propio Kubrick fuera realizador. Nuestra historia se remonta a 1951, fecha en la que Arthur C. Clarke publicó un relato breve, «El centinela», narrado por un astronauta que descubre en la Luna una estructura piramidal. Él interpreta ese hallazgo como un vestigio de una civilización superior. Acaso, según cree el narrador, unos viajeros de las galaxias hayan dejado esa pirámide de cristal como un centinela, ideado con el propósito de activarse al detectar una inteligencia como la nuestra.

«Quizás ‒nos dice‒ ahora comprendan por qué la pirámide de cristal fue instalada en la Luna y no en la Tierra. A sus creadores no les importaban las razas que luchaban aún por salir del salvajismo. Nuestra civilización les podía interesar tan sólo si dábamos prueba de nuestra capacidad de supervivencia, lanzándonos al espacio y escapando así de la Tierra, nuestra cuna. Este es el desafío que, antes o después, se plantea a todas las razas inteligentes. Es un desafío doble, porque depende de la conquista de la energía atómica y de la decisiva elección entre la vida y la muerte» (Cito a partir de la traducción del relato hecha por Domingo Santos y Francisco Blanco, incluida en la antología Vinieron del espacio exterior, Martínez Roca, 1983).

Sabemos que Kubrick se emocionó con esta idea de Clarke. De ahí que propusiera al escritor su ampliación en un libreto más ambicioso, que por un lado, dio lugar al film que nos ocupa, y asimismo a una novela que ambos fueron completando a lo largo del proceso, y a la que Clarke dio forma literaria.

Evidentemente, el cineasta y su ilustre colaborador se sitúan en el extremo opuesto de la serie B. No hay aquí ni pistolas de rayos ni pintorescos imperios extraterrestres. 2001 es, por el contrario, un espectáculo intenso, de profundas implicaciones intelectuales, que fomenta la evocación metafísica.

Recordemos brevemente la trama… En el yermo africano aparece un monolito negro que dota de inteligencia a los prehumanos que a él se acercan. Miles de años después, otro monolito idéntico es hallado en la Luna. Emite una señal cuyo destino es Júpiter, y justamente allí es destinada la astronave Discovery I, a bordo de la cual viajan los astronautas Bowman (Keir Dullea) y Poole (Gary Lockwood), la computadora HAL 9000 (Douglas Rain) y tres tripulantes más, en estado de hibernación.

En la memoria de HAL hay una serie de instrucciones que los humanos desconocen. Ante la posibilidad de que sus compañeros humanos estropeen la misión o apaguen sus circuitos, la computadora resuelve asesinarlos. Y así procede, al menos con los tres astronautas criogenizados y con Poole. Pero Bowman consigue burlar el control de HAL y lo desconecta.

El astronauta abandona entonces la nave para ser acogido por otro monolito que le conduce a una nueva dimensión de la que renacerá, a su muerte humana, como un embrión cósmico, hijo de las estrellas.

En la estructura dramática, cada monolito marca un jalón en el desarrollo de nuestra especie, en lo que vendría a ser algo así como una subida de nivel en un videojuego interestelar. Recapitulemos: el primero de los monolitos transforma a unos prehumanos dominados por los instintos más primarios en unos homínidos capaces de usar armas ‒en este caso, un hueso de tapir‒, y por consiguiente, dispuestos a defender el imparable progreso de su clan. La cultura y la tecnología se convierten aquí en un resorte evolutivo.

El segundo monolito nos conduce al siglo XX. Al igual que sucedía en el relato original de Clarke, ese dispositivo extraterrestre aparece en la superficie lunar, y avisa a la entidad que lo creó de que hemos evolucionado hasta el punto de emprender la exploración de la galaxia.

Es éste el monolito el que emite la señal que guía a la nave Discovery rumbo a Júpiter. Cuando Bowman encuentra el tercer monolito en la órbita de dicho planeta, emprende un viaje indescriptible ‒en una experiencia que parece efecto del LSD‒, gracias al cual se abre paso hacia los rincones infinitos del universo.

Ese periplo concluye en una extraña habitación de hotel, que va a ser el último encierro de Bowman. Llegada la hora de morir, el astronauta ve un cuarto monolito a los pies de su cama. En ese instante, se efectúa el último salto evolutivo, y Bowman transmuta en niño estelar gracias a lo que Kubrick denomina, usando ya términos religiosos, «entidades inmortales» y «seres de pura energía y espíritu, de ilimitadas capacidades».

Aunque la interpretación más básica de ese niño de las estrellas guarda relación con el superhombre de Friedrich Nietzsche, es innegable que este proceso también tiene una lectura espiritual. Tanto es así, que más de un analista ha buscado metáforas cristianas en el guión y en la simbología de la película.

Aunque cabrían otras interpretaciones, hay otro filósofo muy distinto a NietzscheGustav Fechner, que parece inspirar lo que sucede con Bowman en el desenlace de 2001. Según Fechner, el plano de lo espiritual rebasa lo material y, al tiempo, lo fundamenta. Si la oruga y la crisálida no mueren cuando surge la mariposa –ambas alcanzan a través de ésta una dimensión más elevada–, tampoco la esencia humana se agota al llegar la muerte. Por consiguiente, se podría decir que el cuerpo de Bowman se metamorfosea en una entidad cósmica, pero no por algún efecto de resurrección de la carne, sino por elevación a un nivel superior de vida espiritual en virtud del poder del monolito.

Esta explicación, por otro lado, coincide con las opiniones que Kubrick sustentaba por la época del rodaje. No en vano, el director habló en alguna entrevista acerca de “una definición científica de Dios”. No muy lejana, por cierto, de la que sostienen algunos científicos creyentes.

Por su parte, Clarke, ateo pero muy interesado por la teología y la filosofía, explica esta misma historia con claves menos recónditas, que en cierto modo me recuerdan algunas reflexiones posteriores de Carl Sagan. «2001 ‒dice el escritor‒ se refiere al pasado del hombre y a la vida futura en el espacio. Se refiere a la preocupación acerca de la jerarquía del hombre en el universo, que es probablemente muy baja. Y se refiere a la reacción de la humanidad ante el descubrimiento de una inteligencia superior en el universo».

Un rodaje épico

Aunque dentro de su magnificencia la película mantiene un tono frío y distante, se me ocurren pocos rodajes más emocionantes que el de 2001. El plan original de Kubrick consistía en iniciar la cinta con un prólogo de diez minutos en blanco y negro. Ese prólogo incluiría entrevistas a teólogos, bioquímicos y astrónomos ‒entre ellos, Freeman Dyson‒ alrededor del tema de la vida extraterrestre. Pese a prescindir de este y otros contenidos, la cinta fue abriéndose a lecturas de signo filosófico.

La categoría intelectual de la obra de Kubrick no ha sido superada dentro de la ciencia-ficción. Es verdad que ya ha quedado atrás en el campo de los efectos especiales –frente a los 35 planos con efectos de 2001, ahí están los 722 efectos ópticos que adornan El Imperio contraataca, y no hablemos ya del moderno cine digital–. Pero eso afecta muy poco al público adulto del género, ya que la verdadera fuerza de 2001 reside en su perfección formal, en lo armonioso de su narración y en la trascendencia de sus contenidos.

Famoso no sólo por su talento, sino también por sus planificaciones calculadísimas y su megalomanía creativa, Kubrick hizo gala una vez más de su temperamento artístico intransigente y dejó claro al equipo técnico que la película debía hacerse exactamente tal y como la había calculado.

La filmación comenzó el 29 de diciembre de 1965, en los Shepperton Studios, de Londres, con el desarrollo de un guión inspirado en dos textos de Arthur C. Clarke: el ya mencionado relato El centinela (The Sentinel) y en ciertos detalles secundarios de esa espléndida novela que es El fin de la infancia (Childhood’s End).

Kubrick se supo rodear de un gran equipo: Geoffrey Unsworth y John Alcott fueron responsables de la fotografía, John Hoesli fue elegido como director artístico, Ray Lovejoy se encargó del maquillaje, en competencia con Stuart Freeborn, y, finalmente, un grupo de maestros del efecto especial, capitaneados por Wally Veevers y Douglas Trumbull, se ocupó de los trucajes.

Sin lugar a dudas, 2001: Una Odisea del Espacio supuso la definitiva consagración de Trumbull como técnico de efectos visuales. Nacido en Los Angeles en 1942, ya había trabajado como experto de efectos especiales en To the Moon and Beyond (1964) y Candy (1967), lo que hizo que Kubrick se fijase en él para plasmar el futuro en su nuevo proyecto.

Como ya dije, el cineasta controlaba cada detalle, evitando toda imperfección en el trabajo desarrollado en los estudios. Mientras tanto, Trumbull y su equipo se consagraban sin descanso al diseño y realización de los efectos fotográficos y las maquetas.

Uno de los espacios más recordados, el interior de la estación espacial, fue simulado mediante la construcción de un aparato centrífugo rotatorio de grandes dimensiones, cuyo aspecto externo fue trucado con maquetas en las que se insertaban breves tomas de acción proyectadas. Kubrick dirigió estas secuencias desde el exterior del decorado del aparato centrífugo, subido en una grúa de doce metros de altura donde tenía instalado un circuito cerrado de televisión.

Para marcar la transición de la acción espacial a la prehistórica, fueron empleados largos planos fijos que se disolvían paulatinamente, rodados mediante proyecciones frontales sobre una pantalla transflex.

¿Recuerdan las escenas iniciales? En apariencia transcurrían en África, pero fueron rodadas íntegramente en el estudio. Así lo cuenta uno de los directores de fotografía, John Alcott: su realización llevó meses, ya que Kubrick hizo instalar en el plató un proyector de diez por ocho metros a fin de reflejar una serie de tomas que había encargado previamente a unos fotógrafos.

Meses antes, estos habían viajado a la sabana africana para obtener las vistas y paisajes requeridos por el director. De la calidad de proyección de estos fondos habla por sí sólo el hecho de que casi todos los espectadores que asistieron al estreno creían hallarse ante una localización natural.

El empleo de la cámara lenta marcaba determinados momentos de intensidad, como el mágico instante en que un primate averigua la utilidad de un hueso pulido. Así ocurría también con las secuencias filmadas en el interior de la aeronave Orion, en las que el ralentí sirve para dar una impresión de ingravidez reparadora.

Una de las secuencias más impactantes fue la del alunizaje de una nave tripulada por científicos para estudiar el monolito encontrado en la Luna. La nave era en realidad una maqueta perfecta, y el decorado selenita, fabricado e instalado en el estudio, medía unos cinco metros. Las escenas en las que se ve a los actores eran breves tomas integradas mediante efectos de mate calculados milimétricamente.

En la parte final de la cinta, el protagonista se adentra en un corredor espacial donde la imagen se distorsiona hasta transformarse en un largo despliegue de exposiciones de color y formas abstractas. Este fue un singular efecto óptico diseñado por Trumbull, quien se inspiró en los fosfenos, esas luces y patrones geométricos que aparecen en nuestro campo visual cuando nos frotamos los ojos.

Posteriormente, el protagonista llega a una extraña estancia donde se encuentra con su alter ego envejecido. Su réplica avejentada mira hacia una cama, y allí aparece otra vez él, pero aún más anciano. Los dos aparecen durante unos segundos en el mismo plano gracias al empleo de un impecable efecto de ocultación.

Para poder mostrar a los simios con los que comenzaba la película de un modo verosímil –recreando un estadio intermedio de la evolución humana–, Kubrick reunió a varios maquilladores especializados en primates. En primera instancia, el maquillador Colin Arthur presentó al cineasta unos diseños semejantes a los de la entonces reciente El planeta de los simios, pero el director los rechazó sin miramientos.

Entonces Arthur contactó con Stuart Freeborn, y juntos elaboraron un segundo estudio de los homínidos, incidiendo en detalles como la longitud de sus brazos.

El resultado final fueron unas bestias poco humanizadas, semejantes a una de las primeras escalas evolutivas: el australopiteco. Tampoco eso satisfizo al bueno de Kubrick, que en ningún momento deseaba diseños de fantasía, sino conceptos más adecuados a la realidad.

El diseño final de Freeborn fue un disfraz de simio acabado pelo a pelo y con un rostro de notable expresividad. Freeborn no superaría la calidad de este trabajo hasta su creación de Chewbacca, el wookie inmortalizado en La Guerra de las Galaxias (Star Wars, 1977).

Dejo aquí un  detalle final para los amantes de los trucos de maquillaje: en la cinta de KubrickFreeborn resolvió el problema de la aplicación de una calva de látex sobre el protagonista Keir Dullea. El maquillador ideó por vez primera una calva cuyo molde era de dos piezas. Una parte frontal que llegaba casi hasta las cejas, y otra posterior, superpuesta.

El legado de la odisea espacial

2001 se estrenó el 2 de abril de 1968, en el Uptown Theater de Washington, justo ocho meses antes del primer alunizaje de la carrera espacial.

La simbología trascendente que aparece en la película fue asumida por el propio Douglas Trumbull, quien años después daría un paso más en la búsqueda iniciada junto a Kubrick gracias a aquella máquina que graba los pensamientos en Proyecto Brainstorm (Brainstorm, 1983), si bien su propuesta era decididamente cristiana y bastante menos enigmática que la ofrecida en 2001.

No me extenderé hablando de las secuelas del film. Más bien tibia fue la conclusión a la que llegó Clarke en su novela 2010, llevada al cine con el título de 2010: la odisea continúa (2010: The Year We Make Contact, 1984), una cinta dirigida con más voluntad que fortuna por Peter Hyams.

En cualquier caso, la fantasía científica cambió profundamente gracias al film que nos ocupa. Financiada a la manera de una superproducción por Metro-Goldwyn-Mayer, esta película constituye un espectáculo soberbio, a pesar de que ‒digámoslo una vez más‒ la porosidad intelectual del film puede intimidar e incluso aburrir a una parte del público actual.

En cualquier caso, ya han pasado a la historia del cine momentos tan abrumadores como esa elipsis que convierte un hueso girando en el aire en una nave espacial.

Dicen los estudiosos que esa perspectiva del viaje estelar, entendido como un destino de todos los terrestres, fue tomada por Kubrick de un film de Pavel KlushantsevCamino a las estrellas (Doroga k zvezdam, 1957). La comparación entre ambas películas me parece un ejercicio muy estimulante.

Otro atributo del film es su imponente banda sonora: una selección de temas clásicos, elegidos con rigor y elegancia. Aunque es cierto que la partitura, en un principio, iba a ser escrita Alex North ‒cuya maravillosa composición para el film fue rescatada por Jerry Goldsmith‒, al final Kubrick decidió recurrir a músicas preexistentes. En concreto, «El Danubio Azul», de Johann Strauss, «Así hablaba Zaratustra», de Richard Strauss, el adagio del ballet «Gayanéh», de Aram Jachaturian, y «Atmósferas» y «Lux Aeterna», del formidable György Ligeti.

Comencé este artículo dividiendo al público de 2001 entre quienes la ven fascinados y quienes se sienten rechazados por su tono marmóleo y deliberadamente frío. Esa misma polarización se dio entre los escritores de ciencia ficción. Así, a Ray Bradbury, pese a sentirse impresionado por el empaque visual de la cinta, le desagradó su falta de empatía. Todo lo contrario experimentó Isaac Asimov, cuya admiración por la película fue tan intensa como la de otros cultivadores del género ‒en este caso, cineastas‒ que integraron ese legado en sus respectivas filmografías. Me refiero, por ejemplo, a Steven Spielberg y a George Lucas.

Numerosos aparatos se han diseñado teniendo en cuenta la estética tecnológica del largometraje. El más conocido es el principal producto de Apple, el iPad, muy similar a las tabletas que usan en la nave Discovery.

¿Y qué decir sobre las relaciones del film con la ciencia de su tiempo? Ya comenté que, entre los integrantes del equipo asesor de Kubrick, sobresale Frederick I. Ordway III. El archivo documental que Ordway reunió durante la preproducción llegó a manos de un ingeniero aeroespacial, Adam K. Johnson, quien lo divulgó en dos de los libros que mejor describen el nivel de detalle con el que se trabajó en aquel rodaje: 2001: The Lost Science – The Frederick Ordway III Collection from de U.S. Space & Rocket Center Archives (2013) y 2001: The Lost Science – The Scientists, Influences & Designs from the Frederick I. Ordway III Estate Volume 2 (2016).

Entrevistado en el periódico colombiano El PaísJohnson resume por qué pudo completarse este descomunal proyecto, y sobre todo, cuál es su importancia desde el punto de vista científico. Con sus reflexiones termino esta evocación de este clásico tan admirado como influyente: «Que Stanley Kubrick haya logrado que las compañías científicas más notables de la época trabajaran gratis para él ‒nos dice Johnson‒ se debió a que Frederick Ordway, su asesor científico, las contactó para decirles que estaba trabajando en la película más ambiciosa jamás hecha por el director de cine más importante. Eso hizo que todos ofrecieran sus servicios sin cobrar un solo dólar con tal de que aparecieran sus créditos respectivos. Como en ese tiempo no existía el marketing cinematográfico, fue en esta película donde nació el product placement: ahí se ven los logotipos de Pan Am, de Howard Johnson’s, de Hilton, de Bellsouth… (…) Kubrick logró  plasmar con exactitud la ciencia en su película, y esa es la razón por la cual incluso hoy, 45 años después de haber sido hecha, cada escena muestra fielmente lo que pasa en el espacio exterior. Por eso también resultó ser una película profética de lo que pasaría un año después, con la llegada del hombre a la Luna».

Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Reservados todos los derechos.

Guzmán Urrero

Colaborador de la sección cultural de 'The Objective'. Escribió de forma habitual en 'La Lectura', revista cultural de 'El Mundo'. Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador de las páginas de cultura del diario 'ABC' y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Ha trabajado en el sector editorial y es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.