Cualia.es

«Z» (1969), de Costa-Gavras

«¿Se cree víctima de un error judicial como Dreyfus?», le preguntan en un momento dado al villano de Z, el General (Pierre Dux). Y este responde: «¡Dreyfus era culpable!».

Esa reacción del personaje, inspirado en el represor Konstantinos Mitsou, nos da la medida de su temperamento. Estrecho de mente, devastado por el odio, el General lleva sus decisiones hasta el límite. Es el autoritario perfecto, y por consiguiente, no duda lo más mínimo a la hora de retorcer el pasado: en este caso, despreciando al capitán Dreyfus, falsamente acusado de tradición y espionaje en la Francia de fines del XIX, y defendido públicamente por Émile Zola.

¿Por qué menciono en primer lugar este detalle, en apariencia anecdótico? Como veremos, Z es un reflejo de cómo prospera un régimen despótico en una democracia corrupta. También es un thriller sobre la investigación de un crimen político. Pero ante todo, es una película sobre lo que significa la verdad en la esfera pública. Y así, del mismo modo que la Francia judeófoba del XIX no dudó a la hora de condenar al judío Dreyfus, Z parte de hechos reales para relatarnos un oscuro asesinato ‒el del político griego Grigoris Lambrakis en 1963‒ y las intrigas que complicaron su resolución. En este caso, el General y sus cómplices se oponen a quienes buscan la verdad: el magistrado encarnado Jean-Louis Trintignant ‒inspirado en el abogado Christos Sartzetakis, represaliado por la Junta Militar y más tarde presidente de Grecia‒ y el periodista a quien da vida Jacques Perrin.

A primera vista, Z puede entenderse como un film de izquierdas. En el bando de los héroes, tenemos a varios mártires de la causa, empezando por ese líder socialista a quien asesinan de forma impune (Lambrakis, interpretado por Yves Montand). En constraste, sus adversarios forman una verdadera mafia, liderada por el ultraderechista General, que cuenta además con matones como Vago (Marcel Bozzuffi), el asesino de Lambrakis.

Sin embargo, aunque la película refleja con claridad el deterioro social e institucional que desembocó en la Dictadura de los Coroneles (1967-1974), su denuncia es válida frente a cualquier otra forma de totalitarismo.

Para entenderlo, hay que tener en cuenta a las figuras que hicieron posible el film. Jorge Semprúm, autor del guión, había sido expulsado del Partido Comunista de España en 1964, tras conocidas tiranteces con el secretario general, Santiago Carrillo. Ahí es nada: Semprún había militado en la Resistencia, estuvo preso durante quince meses en Buchenwald, y tras su lucha contra el nazismo, se implicó en el antifranquismo. Pero lentamente, fue distanciándose de la ortodoxia comunista, que implicaba silenciar los horrores de Stalin y otros desafueros de la dictadura soviética. «El caso es que, el 3 de septiembre de 1964 ‒escribe Semprún‒, una delegación del PCE me comunicó que el Comité central había ratificado mi exclusión del Comité ejecutivo y que se esperaba de mí que rectificase mis opiniones erróneas. Pero me negué una vez más ‒la última‒ a practicar el ejercicio deliciosamente masoquista y tranquilizador de la autocrítica estaliniana y las cosas quedaron así, tras unas cuantas agarra das verbales de pura forma. Quiero decir con esto que sabíamos de antemano, unos y otro, a qué atenernos».

Recordemos también que Z se rueda poco después de la Primavera de Praga: ese periodo de liberalización y reformas en Checoslovaquia, sofocado militarmente por el Pacto de Varsovia. Moscú envió sus tanques el 21 de agosto de 1968, y no es casual que la otra película que Semprún escribe para Costa-Gavras, La confesión (L’Aveu, 1970),  tome como referencia a Artur London, otro miembro de la Resistencia, deportado a Mauthausen, viceministro de Asuntos Exteriores de Checoslovaquia y condenado por los estalinistas en el Proceso de Praga en 1952.

En La confesión, Yves Montand encarna a Artur Ludvik, alter ego de London, obligado a confesar falsos delitos, encarcelado y torturado por las autoridades comunistas. De forma implícita, la película nos lleva a pensar en la Primavera de Praga, haciendo explícita la postura al respecto de Semprún, de Costa-Gavras y de Montand.

Este último, por cierto, tuvo una evolución política aún más significativa. Comunista ferviente en su juventud, Montand cayó en el desencanto tras la invasión soviética de Checoslovaquia, y muy especialmente, tras leer la obra del disidente Alexander Solzhenitsyn. Cuando la URSS invadió Afganistán e impuso la ley marcial en Polonia, hizo pública su ruptura con el pasado: “Es una cuestión de supervivencia ‒dijo‒. Aquellos de nosotros que simpatizamos ciegamente con el comunismo éramos idiotas». A mediados de los ochenta, convertido en un referente, su voz se alzó contra la polarización política en Francia, y a casi nadie le extrañó su acercamiento a posturas más centradas e incluso conservadoras.

Es interesante analizar en paralelo Z y La confesión, porque componen un perfecto programa doble contra el totalitarismo y el terrorismo de Estado. En este sentido, ambas reflejan una maquinaria brutal, que no respeta los derechos humanos ‒menuda obviedad, ¿no creen?‒ y que adopta el crimen entre sus métodos de control social.

Por otro lado, Z evita el tono panfletario. Además de un redoble de conciencia, es un thriller contundente, poderoso, coherente en todas sus propuestas, coral y lleno de facetas, con un suspense que no decae. Al director lo que le interesa es el acceso del público medio a su discurso, y por eso mismo construye un espectáculo tan robusto.

El film está ambientado en la Grecia de los coroneles, pero podíamos trasladar su trama a otras geografías con el mismo efecto. Al fin y al cabo, el asesinato de Lambrakis, y por supuesto, esa investigación que trata de destapar una maraña de mentiras, nos remiten a otros sucesos, más o menos recientes, como los asesinatos de JFK y su hermano, Bobby Kennedy.

A medio camino entre el reportaje periodístico y el cine negro a la europea, la película se hermana con otros títulos de la época, vinculados a este tipo de conspiraciones gubernamentales. Pienso, sin ir más lejos, en El último testigo (1974), de Alan J. Pakula, y en Los tres días del Cóndor (1975), de Sydney Pollack.

Pero hay más, y de más alto vuelo en esta cinta. Para empezar, las interpretaciones de Trintignant, Pierre Dux ‒soberbio‒, Montand e Irene Papas. Y qué decir del consistente montaje de Françoise Bonnot, la memorable música de Mikis Theodorakis y la fotografía de todo un veterano de la Nouvelle Vague, Raoul Coutard.

Rodada en Argelia y exitosa en medio mundo, Z es una de las pocas cintas políticas de la época que puede disfrutarse hoy con naturalidad, sin mayor esfuerzo. El cine reivindicativo de esos años no ha envejecido bien, pero Z ‒se lo aseguro‒ es una de las excepciones. En parte, ello se debe a sus personajes: en especial ese magistrado que encarna Trintignant, inteligentísimo, políticamente imparcial, capaz de desentrañar ‒casi como un detective‒ el complot político que acabó con Lambrakis poco antes de golpe de estado de 1964.

Por cierto, presten atención los minutos finales, sin duda devastadores. Es en ese desenlace donde comprendemos el significado del título. «Z» significa «Está vivo», en clara alusión a Lambrakis, y por eso mismo la letra fue prohibida, entre otras tantas cosas, por la Junta Militar.

Sinopsis

Adaptación de la novela-investigación de Vassilis Vasilicos, en la que el escritor tuvo acceso a los expedientes de instrucción y desmontó los mecanismos de la maquinación que, en mayo de 1963, le costo la vida a Gregorios Lambrakis, profesor de medicina y diputado pacifista de la izquierda democrática.

Entusiasmado tanto por el tema como por el rigor con el que Vasilicos disecciona este asesinato premeditado y ejecutado por una organización de extrema derecha, e influído por sus raíces griegas, Costa-Gavras empieza a trabajar en el guión con el escritor español Jorge Semprún.

Konstantinos Gavras, conocido como Costa-Gavras es un director de cine franco-griego (Lutra-Iraias, Atenas, 1933) que ha hecho de sus películas una verdadera herramienta de transformación social y de movilización de conciencias, sin renunciar nunca a un exquisito sentido de la estética.

Entre sus primeras y fructíferas colaboraciones están las con Yves Montand, como Z (que obtuvo el premio del Jurado en Cannes y el Oscar a la Mejor película de habla no inglesa y al Mejor montaje) o Estado de sitio. Pero también cabe destacar el impacto que supuso Missing (Desaparecido), que añadió un nuevo Oscar a su palmarés – esta vez al mejor guion adaptado– además de la Palma de Oro de Cannes y el premio a la Mejor interpretación masculina para un colosal Jack Lemmon.

Costa-Gavras también dirige ópera y espectáculos musicales y es presidente de La Cinémathèque Française. En 2011 recibió la Orden de las Artes y las Letras de España, y en 2018 el premio de honor de la Academia del Cine Europeo.

Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Reservados todos los derechos.

Copyright de la sinopsis © Filmoteca de Andalucía, Institut français de España. Reservados todos los derechos.

Guzmán Urrero

Colaborador de la sección cultural de 'The Objective'. Escribió de forma habitual en 'La Lectura', revista cultural de 'El Mundo'. Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador de las páginas de cultura del diario 'ABC' y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Ha trabajado en el sector editorial y es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.