Uno de los problemas de la evolución de las sociedades es que cada generación tiene que aprender de nuevo, desde cero, todo lo que han aprendido las generaciones pasadas. Asuntos que parecían ya resueltos vuelven a salir a la luz.
Cada dos o tres generaciones regresa la fascinación por la violencia, el asesinato, la coacción política, la presión sobre los tibios y neutrales, un gusto por la guerra y las soluciones rápidas, la división del mundo en bandos irrenconciliables, la intolerancia hacia las ideas ajenas, las fórmulas fáciles que parecen capaces de arreglar el mundo en un momento.
Todas esas cosas de las que quedaron asqueadas las generaciones pasadas. Y lo peor del asunto es que, una vez rotos de nuevo los tabúes, cuesta volver atrás.
Al terminar la Primera Guerra Mundial, parecía que el mundo estaba tan horrorizado por la muerte y la violencia que aquella sería “la última de las guerras”. Como cuentan Stefan Zweig, Joseph Roth y otros espectadores de la época, apenas tres años después del conflicto todos parecían desear otra guerra y la violencia pronto se convertiría en el instrumento de los fascismos europeos, de los comunismos soviéticos, y de los nacionalismos en todo el mundo. Todos querían volver a zambullirse en la guerra, a pesar del horror que se acababa de vivir. La guerra llama a la guerra y la violencia llama a la violencia.
Ahora, una vez que habíamos llegado a la conclusión de que nada se podía conseguir por medios violentos, parece que cada vez somos menos los que seguimos pensando así. Tendrán que pasar quince o veinte años para que muchos vuelvan a darse cuenta de que de nada sirve la violencia y la guerra y que la única manera de construir una sociedad medianamente justa es poniéndonos de acuerdo con quienes piensan de diferente manera que nosotros.
Espero que cuando eso suceda, esta nueva racha de soluciones fáciles no se nos haya llevado a todos por delante. Pero la verdad es que en el momento presente soy bastante pesimista.
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