Creo que mi manía de no votar, mi aversión a la política y a los contratos fijos, y mi dolorosa propensión a ponerme en el lugar de todo el mundo se las debo en gran medida a haber visto tantas veces ¡Viva Zapata! de niño.
La película de Elia Kazan y John Steinbeck se abre con un vanidoso gobernador recibiendo a un comité de humildes campesinos para escuchar sus quejas: él contesta a los reclamos con las evasivas de los poderosos. Pero ante la insistencia de uno de los presentes en obtener soluciones, el gobernador se siente ofendido y le pregunta su nombre para buscarlo en su lista de visitas y marcarlo con tinta negra: ZAPATA.
Zapata, obviamente, se hace líder revolucionario y llega al poder (esa gran contradicción de los revolucionarios afortunados: los que triunfan), pero él evita sentarse en la Silla Presidencial, no como el otro («Fui soldado de Francisco Villa, de aquel hombre de fama mundial, que aunque estuvo sentado en la Silla no envidiaba la Presidencial», cantaba mi ídolo Antonio Aguilar en «El mayor de los dorados», uno de mis corridos favoritos en la infancia).
Bien, llega el momento en que Zapata, instalado en ese poder absoluto y oxidado por la inacción, debe ofrecer audiencia a sus antiguos compañeros, los campesinos. ¿Y qué sucede? Que los campesinos se siguen (justamente) quejando. Ahora además tienen el problema añadido del hermano de Zapata, Eufemio, que saquea tierras y viola mujeres con la impunidad del vencedor. Emiliano promete y promete actuar, pero los campesinos no le creen, y uno se muestra especialmente impertinente. ¿Resultado? No acostumbrado ya a que lo contradigan, Zapata toma la pluma y pregunta el nombre del rebelde que le discute para buscarlo en la lista a su lado. Y justo cuando va a trazar un círculo negro en torno al nombre, el recuerdo le detiene… Y, sin más, agarra su sombrero, monta en su caballo y lo abandona todo.
¿Qué me debió enseñar ¡Viva Zapata! de crío o qué impulso irreprimible me imprimió de tantas veces que la vi en la tele y en vídeo?
Porque así, conscientemente y a mi modesto modo, he hecho luego yo cada vez que trabajaba de periodista o editor en calidad de autónomo –desde hace muchos años rechazo los contratos para no sentirme atado psicológicamente a una empresa– y siempre que empezaba a acumular una miaja de poder y a sentirme mejor tratado por los conocidos… ¡¡¡Me asustaba, tarde o temprano me daba miedo acomodarme!!! Y entonces me sentaba a reflexionar y, antes de llegar al extremo de rodear con un círculo negro mi conciencia, presentaba inevitable mi dimisión y me largaba con viento fresco.
Así lo he hecho desde los 27 años en que abandoné mi primer trabajo fijo. Así lo hago cada vez que me dan algo de poder. A mi manera, agarro mi sombrero, monto en mi caballo y me voy a seguir pegando tiros al monte.
Que es lo que mejor sé hacer.
Sinopsis
En el México revolucionario de principios del siglo XX, Emiliano Zapata se levantó en armas para poner en jaque a todo el sistema gubernamental de su época. Encaminado por Elia Kazan, Anthony Quinn personifica al general Eufemio Zapata, hermano del líder revolucionario, quien luchó por un equitativo reparto agrario a pesar de utilizar métodos poco ortodoxos para cumplir sus objetivos. Por esta interpretación, Quinn recibió su primer Óscar como Mejor Actor de Reparto en 1953.
Director: Elia Kazan. Guión: John Steinbeck, inspirado en la novela Zapata el inconquistable de Edgcomb Pinchon. Fotografía: Joseph MacDonald. Música: Alex North. Montaje: Barbara McLean. Reparto: Marlon Brando (Emiliano Zapata), Jean Peters (Josefa Zapata), Anthony Quinn (Eufemio Zapata), Joseph Wiseman (Fernando Aguirre), Alan Reed (Francisco Villa), Arnold Moss (Don Nacio). Producción: Twentieth Century Fox Film Corporation.
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