El filósofo Augusto Klappenbach ha publicado en el más reciente número de la revista Claves el muy interesante artículo “Defensa de la muerte”. No se trata de encarecer la muerte como un valor sino, aunque suene a paradójico, de enaltecer la vida humana, que es mortal de necesidad a la vez que considera intolerable esta necesidad. Y en esta encrucijada sitúa Klappenbach una de las innumerables características de la condición humana…
En efecto, mortales son las plantas y los animales. Hasta es posible que el universo lo sea pero admitamos, al menos por una página, su presunción de eternidad. Lo que diferencia nuestra mortalidad como humanos de la propia de otros seres vivientes, es nuestra conciencia de ser mortales, nuestra personal e intransferible mortalidad. Nacemos y morimos como otros mamíferos pero, sin embargo, cada uno de nosotros nace con su nacimiento propio y muere con su muerte propia. Nadie puede nacer ni morir por otro. Ciertas religiones lo explican llanamente: cada quien tiene un alma personal –eventualmente inmortal– que no puede confundirse con ninguna otra. No hace falta ir tan lejos y me conformo con quedarme en la realidad existencial del asunto. Como dice Klappenbach citando a Heidegger, “mi muerte es esencialmente mía”. O, como quiere Borges, en el momento de morir adquirimos nuestro verdadero rostro eterno.
Esta conciencia de nuestra finitud –vuelvo a citar a Borges– nos hace frágiles y preciosos. Vamos a desaparecer y cada instante de nuestra vida, calificado por su cercanía de la muerte, se torna único. Si fuéramos eternos, carecerían de valor intrínseco, ni siquiera serían instantes como los entendemos. Aunque mucho peor sería nuestra inmortalidad, una vida sin fin acompañada de un envejecimiento infinito, como los personajes de Mono y esencia, la novela de Aldous Huxley donde unos aristócratas del siglo XVIII ingieren el elixir de la inmortalidad y en pleno siglo XX están convertidos en simiescas criaturas empelucadas y enlevitadas.
Necesidad con aire de accidente, obvia y sorpresiva, ordinaria y memorable –baste con leer esquelas y necrologías– la muerte forma parte de nuestra vida. No me atrevo a decir que cabe agradecerle su colaboración pero sí, como hace Klappenbach, admitirla en su tajante, funesta y melancólica realidad vital. En efecto, no habríamos creado los objetos de nuestras culturas, desde la música hasta el hormigón, desde la penicilina hasta la ametralladora, si no fuéramos mortales. Es en este lugar, en la proliferación de signos que el animal humano deja hace milenios por el mundo, fechando lugares para tornar memorable la vida, es decir la muerte, es donde cabe situar la calidad enigmática de la muerte, evento vital como acaso ningún otro. Admitiendo nuestra mortalidad, no nos conformamos con ella, nos negamos a desaparecer o a pervivir como mera especie animal. El signo dice lo que dice y además, lo que no dice e insiste en decir: alguien me profirió para inmortalizar un momento de su mortalidad. Por qué este impulso a persistir, esto que un colega de Klappenbach, Baruch Spinoza, llamó conatus, si nos sabemos perecederos, finitos, hoy no toca.
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Ilustración: Gustav Klimt, «Vida y muerte», 1910