Varias singularidades se anotan en la obra de esta escritora neozelandesa, de ascendencia francesa, que escribía en inglés. Su vida fue breve, su obra de ficción es un puñado de relatos y lo vertebral de su escritura es su diario. Así puede enfilarse junto con otros casos en que el diarismo centra una obra: Amiel, Anaïs Nin, André Gide. En Katherine hay algo más: esta dualidad perfila su obra así como una medalla no puede existir sin su doble cara.
Volviendo a sus narraciones de ficción –cito al azar: Fiesta en el jardín, Felicidad, Nido de palomas, En la bahía– es posible que produzcan un amable contacto de cuento infantil, no por la materia que se narra sino por la apropiación asombrada, de primicia, que tiene el mirar de un niño. Asimismo, esa distancia con que se observan los personajes, jamás penetrados, fugaces, esquivos y distanciados. En síntesis: seductores. Acaso, para conservar tal seducción: impenetrables. En última instancia: salvíficos, porque la rescatan de su afectividad patética, de su tacto fronterizo con la locura y la muerte.
La gran novela de su vida es su diario. En él sí hay penetración más allá del rostro. Y hay algo que hace a la vivacidad en proceso de un gran personaje: el juego de sus tensiones. Katherine se oculta tras pseudónimos, tacha su apellido, es decir el guion paterno, pasando de Beauchamp a Mansfield. Se adjudica diversos apodos. En fin: se rebautiza. Está enamorada de sí misma y se odia a sí misma. Es identificable pero inaprensible. Reconoce, complaciente, a sus monstruos a la vez que la horrorizan. Los halla leyendo a Joyce y compartiendo su espanto. No reconoce ninguna de sus casas como propia. Más aún: tampoco ninguna de sus vidas. Harta del vaivén, se torna vagabunda y aventurera. A veces, al despertar, se siente muerta, que es una manera extrema de sentirse algo. En tanto, los otros son la desordenada y sucia humanidad. ¿Un retrato inaceptable de ella misma?
Desde 1912 vive con John Middleton Murry, personaje si los hay en la deriva de Katherine, pues se autorretrata como esnob, cobarde y sentimental. De hecho, se casan con el firme y claro propósito de ser desdichados. En 1915 se incorpora a la pareja Ida Baker, convirtiendo el dúo en trío y señalando la bisexualidad de Katherine a tal punto de que trata a Ida como un tópico marido a una tópica esposa, centrando el vínculo en la sumisión.
De 1915 data asimismo el episodio central de su historia. Su hermano Leslie muere en la guerra. Vista en panorama, aquélla registra un solo amor a otro, un amor mórbido, confesional y, desde luego, prohibido. Enfatizado por la muerte que ella ve como un disimulado suicidio –el soldado quiso ir a morir en la batalla– el duelo la lleva a lo paranormal. Leslie sobrevive en la madre, la mujer que le dio la vida y lo ha visto muerto. Pero también se le aparece a Katherine y pide ser devorado como Jesucristo en la comunión. Se trata de una escena de banquete totémico pues Katherine se encierra en una habitación de la que Ida apenas puede sacarla para enjabonarla y bañarla, no sólo física sino anímicamente pues Leslie se corporiza en la sombra que proyecta su hermana.
Aquí se impone volver la medalla en cuyo reverso cabe el perfil de Leslie donde se sintetizan la escritura, la morbidez fantasmal del incesto y lo interdicto con lo sublime, lo mismo que en cualquier experiencia religiosa. Lo sacro se venera desde la distancia y resulta inmundo al tacto. Katherine escribió como quien reza en una liturgia personal y secreta. En el tabernáculo había un mártir, un muchacho asesinado por el enemigo. Le debemos un ancho puñado de páginas memorables.
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