“Como ni el disfrute de la música ni la capacidad para producir notas musicales son facultades que tengan la menor utilidad para el hombre (…) deben catalogarse entre las más misteriosas de las que está dotado.” Esto dice Darwin en El origen del hombre. Como buen investigador científico, se detuvo ante lo incomprensible. Cuando le ocurría, supo invocar al azar (chance). A quí llegó más lejos y optó por el misterio. No nos extraña esta manifestación de asombro. También definió el ojo humano como “un milagro”.
No han quedado preteridas estas líneas darwinianas. Oliver Sacks, un neurólogo –asimismo, pianista a ratos perdidos– de nuestros días, ahonda en el tema con Musicofilia. Relatos de la música y el cerebro (traducción de Damián Alou, Anagrama, Barcelona). Ya William James sostuvo que la estética entra en el cerebro por la puerta trasera y Sacks abunda en ello, observando que no hay un centro cerebral para la música, que usa elementos supuestamente destinados a otras funciones.
Estos extremos tornan enigmática la investigación misma, como si volviéramos a lo de Schopenhauer: la música se comprende pero no se explica. Es cierto, por ejemplo, que los sentimientos motivan al compositor y la obra emociona al oyente, pero ¿es real lo afectivo que creemos hallar en la música? Más bien diríamos que son el resultado abstracto de un afecto concreto.
Al revés de lo qe sucede en la relación de los seres vivos con el medio –en el sentido de que se adaptan a él- , nuestro arte es quien nos adapta. Podría decirse que nos musicaliza. En nuestra educación sentimental, ella nos ha enseñado, si no a sentir, sí a identificar lo que sentimos. Y hasta se la ha utilizado como terapia en el caso de algunos trastornos neurológicos, tal si el cerebro estuviera “esperando” su llegada. Culturas inmemoriales hacen cantar a las mujeres de la tribu para facilitarles el parto. Farinelli aliviaba con su canto los ataques epilépticos de Felipe V y Fernando VI de España. Amnésicos han recobrado parte de su capacidad de recordar memorizando partituras.
Estos espacios misteriosos, que causaron la alegre perplejidad de Darwin, tal vez alojen una de nuestras diferencias radicales con el resto de la animalidad. Lo dijo un poeta, Samuel Coleridge: “Algunos animales cantan. Sólo el hombre sabe que canta.” Si el animal vive en lo que llamamos misterio sin preocuparse por él, nosotros contamos con la palabra misterio. Y aprendemos a cantar.
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