Hace cierto tiempo, cierto profesor universitario de cierta afamada institución propuso sustituir la palabra momia por el sintagma ser momificado. No es nada evidente que en el caso juegue la frecuentemente peregrina corrección política. No obstante, las palabras dicen lo que dicen pues para eso las tenemos en cuenta. En efecto, un ser momificado es algo dotado de ser, si se admite tanto sonsonete. En el ejemplo de las momias –insisto en el vocablo– porque ellas fueron tratadas en el antiguo Egipto como seres individuales. Eran cuerpos muertos pero cuerpos aún de alguien y no un mero algo.
Estos cuerpos eran introducidos en lujosos estuches ornados con tallas, pinturas e incrustaciones. Los restos eran embalsamados con exquisita cirugía y más exquisitos y aromáticos ungüentos. Las figuras de superficie a menudo aparecen ante nuestros legos ojos como viñetas de cómic pero suelen narrar episodios ejemplares de la vida ahora detenida por la muerte.
¿Detenida? ¿Para qué y para quién, entonces, los alimentos y prendas que se hallan en los sepulcros? Desde luego, no para gente del vulgo o la esclavatura. Sí para quienes podían pagar un viaje al otro mundo. El entierro era, aunque el sustantivo sugiera otra cosa, una despedida de esta tierra, por lo cual cabe concluir que los egipcios no consideraban muerto al muerto pues un muerto no emprende viajes. El puntilloso lingüista citado al comienzo quizá tenga razón: un ser momificado es, reitero, un ser que anda en busca de un inédito alojamiento.
Hay otro orden de cosas donde la momificación sí resulta efectiva y es el mundo del arte. Allí los más intensamente vividos pueden fallecer y los olvidados, es decir ajusticiados, es factible que renazcan. A principios del siglo pasado y hasta la década de 1920, los dramas de José Echegaray se representaban con regularidad y se aplaudían con ganas, acaso porque daban materia al lucimiento enfático y algo operístico que con ellos obtenían los comediantes de la época. Mediando la centuria se repuso uno de sus títulos otrora más frecuentados, El gran galeoto, y resultó un fiasco. Un manuscrito suyo hace veinte años que se ofrece a coleccionistas y archivos teatrales, sin hallar comprador.
Es sabido que, al concedérsele el Premio Nobel –denegado a Pérez Galdós, seguramente que por razones políticas locales– algunos de los escritores conocidos como Los del Noventa y Ocho armaron alborotos y rechiflas. Poco y nada admiraban a Echegaray los entonces mozos Baroja, Valle-Inclán o Benavente. Bien pero ¿quién lee hoy a Ricardo León, El Caballero Audaz o Pedro Mata? Los egipcios despedían a sus muertos rumbo al otro mundo. Hay en la literatura derivas hacia el olvido, seres momificados aunque alguna calle y alguna población lleven sus nombres. No quita que existan tónicos para la memoria.
Imagen superior: José Echegaray.
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