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Un retrato de Cristóbal Colón

Colón es un hombre del que no tenemos ni un solo retrato fidedigno. Un hombre sin “imagen”. Y no es porque su época se lo impidiera. Al contrario, el Renacimiento fue, entre tantas cosas, una cultura de la individualidad: la vida privada, lo interior, la diferencia entre sujetos individuales.

En síntesis, la renacentista, una cultura de lo individual es, también, una cultura del retrato, y vaya si los pintores del Renacimiento no fueron estupendos retratistas. Poblaciones de individuos aparecen en sus interiores, pero también en sus cuadros de género, en sus escenas callejeras, en sus batallas. Pero no aparece un fiable Colón entre ellos.

Un protagonista crucial de la historia moderna esconde su cara. O la historia, que ha recogido su nombre de entre la pueblada de olvidos que suele ser su pasatiempo favorito, ha borrado su rostro.

Pero no sólo su rostro, sino tantas huellas originarias, que Consuelo Varela desbroza de cualquier novelería en sus ensayos [Colón y los florentinos (1988), Cristóbal Colón: retrato de un hombre (1992), Cristóbal Colón: de corsario a almirante (2005) y La caída de Cristóbal Colón: el juicio de Bobadilla (2006)]. Su intento consiste en exponer el estado de la cuestión colombiana, dividiendo el campo entre niveles: lo que podemos saber documentalmente de Colón, lo que son hipótesis verosímiles pero no documentadas, y lo que es fantasía narrativa, que nunca sobra en esa intermitente e infatigable reinvención del pasado que llamamos historia.

Entonces tenemos unas penumbras sugestivas: Colón era un supuesto italiano que no se escribía en italiano ni siquiera con sus compatriotas; era un hombre mesiánico al servicio de unos reyes así llamados católicos pero cuyo mesianismo tal vez sea de talante judío, propio de un descendiente de conversos mal convertidos; era ambicioso y soberbio pero, al tiempo, excelente negociador y convincente gestor de inversiones; hombre de origen oscuro y de una cultura irregular, sin embargo se movía como pez en el agua en la corte de Isabel y Fernando, tan impregnada de culteranismo, latinismo y humanismo; defendía la monogamia y, no obstante o, quizás, a favor de ella, tuvo amoríos de variado carácter, lo cual hace pensar que suman muchos más que los registrados por los documentos: una manceba, una cuñada, una condesa, y sigue la lista.

Imagen superior: «1492: La conquista del paraíso» (1992), de Ridley Scott © Paramount Pictures.

En estas penumbras, precisamente, se instalan los biógrafos fantasiosos, o los que quieren cimentar tesis a costa de los silencios de la historia, o los novelistas (éstos están mejor legitimados) o esa especie que alguna vez prosperó y amenaza con volver, la de los autores de “biografías noveladas”, a los que debe reconocerse una virtud: persuadirnos de que el pasado también es una novela, a veces un film con decorados desmontables y luces que varían según los equipos de iluminación que se empleen.

Por eso son legítimos e inciertos los diversos Colones que nos ha dispensado la literatura, los de Washington IrvingPaul ClaudelSalvador de Madariaga o Alejo Carpentier, por citar azarosamente y sin ansias de orden.

Todos, legítimos e inciertos, carecen de rostro y responden a ese gran descarado que fue y es Cristóbal Colón. Ahora bien: llega el cine, precedido por el teatro y la ópera, y entonces Colón ha de tener un cuerpo (del que sí tenemos referencias) y una cara (de la que carecemos de copia).

Ya Frederich March, un enorme autor, y Antonio Vilar, un actor mediocre, encarnaron a Colón en el cine, en empresas olvidables como el rostro del navegante quizá genovés.

En el vapuleado film de John Glenn [Cristóbal Colón: el descubrimiento, 1992], George Corraface (que lleva la cara en el apellido) se mide con el descarado. Decididamente, Glenn quiso hacer una película de aventuras, lo cual no está descaminado, porque la empresa de las Indias fue una aventura y de considerable tamaño.

Tampoco está mal mostrar a un Colón tipo latin lover, lleno de dientes y de ojos, simpaticón, espadachín y atropellador, porque algo de todo esto debió tener el Almirante.

El escrúpulo documental está respetado, aunque la reconstrucción de la época es sumaria y pobre. Y, por fin, tenemos a un Colón despojado de fundamentalismo, pues la Iglesia no lo apoya. Si por ésta fuera, América no habría sido descubierta, viene a decirnos Glenn por boca del gordo Torquemada, encarnado (nunca mejor dicho) por el gordo Marlon Brando.

Colón descubrió América, pero se dice que nunca lo supo. Es la máscara del descubridor la que explica su historia, ésa que permaneció ajena a su conciencia de hombre situado en una época y un lugar.

Copyright © Blas Matamoro. Este artículo fue publicado originalmente en la revista Vuelta, y aparece publicado en Cualia (Cualia) con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.

Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")