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«Solaris», de Stanislaw Lem

La voz de Stanislaw Lem suena ahora más profunda y sabia que antaño. Su estilo es claro, preciso y en ocasiones poético, pero Lem no es de esos autores que saborean su propia prosa. En un género tan repleto de placeres predecibles como la ciencia-ficción, el mayor mérito del escritor polaco no reside en su estilo sino en su infrecuente lucidez filosófica.

Cuando Solaris llegó a los lectores en 1961, Stanisław Lem dejó claro que no iban con él las tendencias democratizadoras de la literatura de anticipación.

Frente a la space opera más o menos infantilizada y el abuso de la ingeniería propio de los escritores de hard sf, Lem optó por plantear un reto mayor a los editores.

La intención del narrador polaco era, por así decirlo, recurrir al género sin tanta candidez, considerando que, más allá de su capacidad de predicción, se trata de una fórmula narrativa que admite disquisiciones antropológicas y jugueteos satíricos.

A lo largo de Solaris no se nos oculta que el eje central del libro es la idea de que, en la práctica, la comunicación con una entidad extraterrestre no conduciría a ninguna parte. Eso, claro está, puede incomodar a los seguidores de Carl Sagan, cuyo proyecto SETI fue un brindis a la salud de la fraternidad cósmica.

Por lo que hace a la moderna ciencia-ficción, resulta difícil encontrar a autores que no jueguen con un estereotipo tan extendido como la comunidad intergaláctica que aparece en Star Wars o Star Trek.

Los alienígenas son extraños, pero en nuestra imaginación resultan moldeables, y por eso los adaptamos a nuestras necesidades con una inconsciente sensación de superioridad. De ahí que los humanoides de orejas puntiagudas y los vecinos que nos saludan en el portal sean, más o menos, una misma cosa: avatares del homo sapiens.

Nada de esto interesa a Lem, cuyas referencias a la hora de escribir Solaris no provienen de la literatura pulp sino del existencialismo, el psicoanálisis, la filosofía de Kant y las fantasías de Jonathan Swift y Franz Kafka.

El protagonista, Kris Kelvin, encuentra la oceánica superficie del planeta Solaris misteriosa y extraña. Lo mismo opina el resto de sus colegas de la estación científica. Cuando los sabios emplean un bombardeo de rayos X durante sus pruebas, la respuesta de Solaris –un ente orgánico de naturaleza inclasificable– tiene una sutileza freudiana. Indefensos y desconcertados, los científicos se enfrentan a un purgatorio íntimo que saca a relucir lo peor de sus recuerdos.

El efecto de Solaris sobre el doctor Kelvin libera memorias reprimidas con una dosis terrible de culpa. Así, el psicólogo se reencuentra con Harey, una joven que no figuraba en el pasaje pero que le resulta muy familiar. Digamos que es una visitante inesperada, sobre todo porque Harey fue la esposa de Kelvin y se suicidó en la Tierra.

¿Quién es, pues, esa mujer cuyo cuerpo está formado por una estructura de neutrinos? ¿Cómo puede resolver Kelvin este cubo de Rubik emocional que el planeta ha diseñado para él?

En la adaptación al cine que en 1968 rodó Andrei Tarkovsky, se traicionó en parte el espíritu de la obra original. Después de que Andrei Rublev (1966) fuese censurada por las autoridades, Tarkovsky necesitaba un éxito, y la novela de Lem parecía garantizarlo. Convencido de la calidad del proyecto, el propio escritor asesoró a Fridrikh Gorenshtein y a Tarkovsky mientras redactaban el guión.

Por desgracia, los jerarcas de Mosfilm modificaron substancialmente el libreto, y la película fue lanzada como la respuesta soviética a 2001. En último término, el tema de la cinta cambió, centrándose en el impacto de la navegación estelar en la psique de los astronautas.

Un cinéfilo como Steven Soderbergh no podía dejar de homenajear a Tarkovsky –uno de sus realizadores predilectos–, y por eso la adaptación de Solaris que rodó en 2002 tenía más deudas con el film ruso que con el libro de Lem.

Al narrador polaco tampoco le convenció el enfoque de Soderbergh. En diciembre de ese mismo año, Lem escribió que la clave de su obra era el encuentro de un ser humano con una forma de existencia que no se puede reducir a ideas o imágenes manejables: «Por eso el libro lleva por título Solaris y no Amor en el espacio exterior«.

Al viejo león, dicho sea de paso, tampoco le convencía la versión de Tarkovsky: «No adaptó Solaris en absoluto –llegó a decir–. Lo que hizo fue Crimen y castigo«.

La excelente edición de Solaris que comercializó en nuestro país Impedimenta ofreció una importante novedad, y es que se trataba de una traducción directa del polaco realizada por Joanna Orzechowska.

En 1966 Jean-Michel Jasiensko tradujo la obra al francés, y esa es la versión que emplearon Joanna Kilmartin y Steve Cox para trasladarla al inglés en 1970. A Lem nunca le gustó el trabajo de Kilmartin y Cox. Sin embargo, a pesar de la opinión del autor, dicho texto sirvió a traductores de otras lenguas para difundir la novela en el resto del mundo.

Por razones obvias, la labor de Orzechowska nos permite acercarnos con total confianza a este clásico imprescindible de la literatura polaca.

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Sinopsis

Impedimenta se complace en presentar, por primera vez en traducción directa del polaco, Solaris, la mítica novela que consagró a Stanisław Lem como autor de culto. Un texto hoy en día considerado un clásico sin paliativos de la literatura moderna.

Kris Kelvin acaba de llegar a Solaris. Su misión es esclarecer los problemas de conducta de los tres tripulantes de la única estación de observación situada en el planeta. Solaris es un lugar peculiar: no existe la tierra firme, únicamente un extenso océano dotado de vida y presumiblemente, de inteligencia.

Mientras tanto, se encuentra con la aparición de personas que no deberían estar allí. Tal es el caso de su mujer —quien se había suicidado años antes—, y que parece no recordar nada de lo sucedido.

Stanisław Lem nos presenta una novela claustrofóbica, en la que hace un profundo estudio de la psicología humana y las relaciones afectivas a través de un planeta que enfrenta a los habitantes de la estación a sus miedos más íntimos.

Stanisław Lem nació en la ciudad polaca de Lvov en 1921, en el seno de una familia de la clase media acomodada. Aunque nunca fue una persona religiosa, era de ascendencia judía. Se matriculó en la Facultad de Medicina de Lvov hasta que, en 1939, los alemanes ocuparon la ciudad.

Durante los siguientes cinco años, Lem vivirá con papeles falsos como miembro de la resistencia, trabajando como mecánico y soldador, y saboteando coches alemanes. Al final de la guerra, Lem regresó a la Facultad de Medicina, pero la abandonó al poco tiempo debido a diversas discrepancias ideológicas y a que no quería que lo alistaran como médico militar.

En 1946 fue «repatriado» a la fuerza a Cracovia, donde fijaría su residencia. Se considera de modo unánime que su primera novela es El hospital de la transfiguración, escrita en 1948 pero no publicada en Polonia hasta 1955 debido a problemas con la censura comunista.

De hecho, esta novela, recientemente publicada por Impedimenta, fue considerada «contrarrevolucionaria» por las autoridades polacas. No fue hasta 1951, año en que publicó Los astronautas, cuando por fin despegó su carrera literaria. Las novelas que escribió a partir de ese momento, pertenecientes en su mayoría al género de la ciencia-ficción, harían de él un maestro indiscutible de la moderna literatura polaca: La investigación (1959, Impedimenta, 2011), Edén (1959), Memorias encontradas en una bañera (1961), Relatos del piloto Pirx (1968), Congreso de futurología (1971).

Su obra maestra fue Solaris, escrita en 1961, y se publica por primera vez en traducción directa del polaco.

Lem fue, asimismo, autor de una variada obra filosófica y metaliteraria. Destaca en este ámbito, aparte de su obra Summa Technologiae (1964), la llamada «Biblioteca del Siglo XXI», conformada por Vacío perfecto (1971), Magnitud imaginaria (1973), Golem XIV (1981) y Provocación (1982), en su mayor parte publicadas por Impedimenta.

Lem fue miembro honorario de la SFWA (Asociación Americana de Escritores de Ciencia- Ficción), de la que sería expulsado en 1976 tras declarar que la ciencia-ficción estadounidense era de baja calidad.

Falleció el 27 de marzo de 2006 en Cracovia a los 84 años de edad, tras una larga enfermedad coronaria.

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Guzmán Urrero

Colaborador de "La Lectura", revista cultural de "El Mundo". Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador habitual de las páginas de cultura del diario ABC y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.