África. La pasión del cine norteamericano por el continente negro ha sido y es eterna, y se renueva en las diferentes generaciones y etapas cinematográficas. Con frecuencia el género que más ha visitado los escenarios de la sabana, el desierto y los Grandes Lagos ha sido el de aventuras, pero en acercamientos esporádicos también lo han hecho el cine romántico, el drama épico, el bélico… y el cine negro.
Con Rope of Sand el espectador se encuentra ante una fascinante muestra de mestizaje de géneros en la que predominan elementos noir como la ambición, la mujer mentirosa y casquivana, el flashback, y el componente perdedor de buena parte de los personajes que pueblan la trama. Algo parecido ocurría en títulos como Cuando muere el día (Sundown, 1941) de Henry Hathaway, Argel (Algiers, 1938) de John Cromwell y su nueva versión, Casbah (1948) de John Berry, aunque por su equivalencia en escenarios desnudos y arenosos, y por su lectura también amarga de la codicia humana, el más comparable sería Cinco tumbas a El Cairo (Five Graves to Cairo, 1943) de Billy Wilder.
Pese a todo, la mayor parte de los especialistas coinciden en que nos hallamos frente a una suerte de peculiar aproximación heterogénea a Casablanca (1942) de Michael Curtiz, un Casablanca negro y atípico, en el que también un grupo de personajes encerrados en una ciudad exótica se despellejan para lograr un codiciado tesoro: los salvoconductos en la obra de Curtiz, los diamantes en esta joya del desierto.
Realizada siete años después que la mítica producción Warner, enSoga de arenavuelven a trabajar el productor Hal B. Wallis y tres de sus actores inolvidables: Claude Rains, Peter Lorre y Paul Henreid, aunque a las similitudes evidentes de la producción habría que contraponer las ostensibles diferencias de fondo. Aquí, al contrario que en Casablanca, revolotea una mujer alrededor de todos los hombres con afán interesado; aquí a diferencia de Casablanca el protagonista no es un cínico que busca su futuro lejos del foco del conflicto sino un vengativo excazador que vuelve al lugar del conflicto para arreglar cuentas con el pasado; aquí a diferencia de Casablanca ese protagonista no se sacrificará quedándose y renunciando a la mujer a la que ama.
La soga de arena a la que hace referencia el título queda especificada por la voz en off que abre el relato: “Este desierto en Africa, donde un árbol reseco alivia los paralelos del tiempo y del espacio, rodea como una soga de arena una zona rica en diamantes. Una tierra donde, afectados por la monotonía y el calor, los hombres olvidan las reglas de la civilización” («This part of the desert of South Africa, where only a parched camelthorn tree relieves the endless parallel of time and space and sky, surrounds like a rope of sand the richest diamond bearing area in the world, an uneasy land where men inflamed by the monotony and the heat, sometimes forget the rules of civilization”).
Dieterle dispone a sus antihéroes en torno a esa franja de arena cálida y pedregosa para enfrentarlos unos contra otros y todos contra todos, con una violencia pocas veces soterrada, personificada sobre todo en el comandante Vogel y en sus odios y torturas hacia aquellos que osan cruzar la línea roja de sus dominios para llegar a las montañas de diamantes.
Mike Davis no le va a la zaga: su obsesión es recuperar los diamantes que dejó abandonados en un remoto paraje, pero también cobrarse venganza si puede ser masacrando a su antagonista Vogel para zanjar cuentas pendientes del pasado. Ese pasado que tanto pesa en el cine negro y que atraviesa la narración de Soga de arena, junto al odio, la falta de escrúpulos, la avaricia y el engaño. Todos mienten a todos, y en ese arte de la mentira el dominador es el director de la compañía Martingale, un Claude Rains majestuoso a la altura de su soberbia actuación en Encadenados (Notorious, 1946), capaz de colocar la bola negra en la votación para la admisión de su patrocinado Vogel en el club Perseus de Ciudad del Cabo, de contratar a la buscavidas Suzanne Renaud para que sonsaque a Davis sobre sus propósitos, o incluso de engañar a sus dos interlocutores en una secuencia final plena de suspense y de emoción.
Pese a ser una historia ambientada en Sudáfrica, en esa ciudad-lanzadera que es Diamandstad, no abundan los personajes de raza negra. Hollywood seguramente no estaba aun preparado en 1949 para semejante avance racial, pero los dos que aparecen son determinantes para la acción: el fugitivo cazado en las dunas tras atravesarla Zona Prohibida, y el asistente de Mike Davis que sufre la agresión del brutal comandante de policía de la Colonial Diamond Company, que domina y sojuzga a los habitantes de la ciudad.
Poder contemplar esta extraordinaria película del Hollywood clásico sin salir de casa es un verdadero lujo, máxime si se tiene en cuenta que ha sido uno de esos filmes malditos que ha costado años localizar, como ocurría también con Sangre en las manos (Kiss the Blood off My Hands, 1948) de Norman Foster, Hondo (1953) de John Farrow o Fugitivos del terror rojo (Man on a Tightrope, 1953) de Elia Kazan.
Ha sido casi imposible verla en nuestro país desde que el 16 de septiembre de 1975 se hizo su último pase televisivo. Por eso es un placer aún mayor tenerla ahora entre las manos.
Considerado uno de los mayores talentos de la producción en el cine norteamericano de la época dorada junto a Thalberg, Cohn, Wanger o Zanuck, Wallis tiene un hueco propio en el glosario de ese movimiento tan atípico y difuso que es el Cine Negro, descubierto y bautizado por los franceses años después de iniciarse.
Su adscripción a la compañía de los hermanos Warner y la apuesta de ésta en los años 30 por el drama criminal, generalmente con las biografías de gangsters, le permitió insertar su nombre en títulos inolvidables de aquella década como Hampa dorada (Little Caesar, 1930) o Los violentos años 20 (The Roaring Twenties, 1939).
Wallis, definido por la revista Life como “un pionero entre los independientes y un prototipo de ellos”, no era un productor cualquiera: solía meter la cuchara en todos los aspectos de la realización de una película, especialmente en la elaboración de los guiones para los que elegía cuidadosamente a sus empleados y a los arreglistas (eso ocurre con Soga de arena: Walter Doniger escribe el guión sobre su propia historia, y Wallis contrata a John Paxton para reescribir los diálogos y darles fuerza).
En 1942 abandonó la compañía en la que había desarrollado toda su carrera como director de producción y fundó Hal Wallis’ Productions, pactando con Paramount la distribución de la mayor parte de sus obras, como en el caso que nos ocupa.
El extraño amor de Martha Ivers (The Strange Love of Martha Ivers, 1946) de Lewis Milestone, Al volver a la vida (I Walk Alone, 1948) de Byron Haskin o Voces de muerte (Sorry, Wrong Number, 1948) de Anatole Litvak contaron con un denominador común: el actor Burt Lancaster, estrella en ciernes que protagoniza también Rope of Sand.
El escritor Paxton no fue elegido al azar, había escrito guiones como Historia de un detective (Murder, my Sweet, 1945) y Encrucijada de odios (Crossfire, 1947) para Edward Dmytryk, conocía por tanto el enfoque progresista en los conflictos raciales y el uso de la violencia como componente narrativa. Pero junto a Wallis, el alma de la película analizada aquí es un curioso personaje de la sociedad californiana que le acompañó durante décadas y con el que llegó a producir 63 films después de la salida de ambos de Warner: Joseph H. Hazen, abogado, cineasta, coleccionista de arte y filántropo, con el que fundó la Wallis-Hazen Inc. cuyo primer proyecto fue Soga de arena. Ambos decidieron que las filmaciones de esta árida y desértica película se realizaran, con las dificultades que eso conllevaba, en el área polvorienta de Yuma, Arizona, escenario de aquella obra recordada de Samuel Fuller con el mismo nombre en España.
Trasladar al equipo de producción a tantos miles de kilómetros de Hollywood supuso un coste y un desgaste enormes, especialmente para la debutante en esta función, la joven actriz Corinne Calvet, recordada por ser la adolescente que guiaba a James Stewart por las montañas en Tierras Lejanas (The Far Country, 1954) de Anthony Mann.
Starlette francesa del “harén” de Hal Wallis, Calvet fue en aquellos años conocida más por sus extravagancias y sus pleitos que por sus capacidades dramáticas. Interpuso una demanda a la también actriz Zsa Zsa Gabor por haber afirmado que no era francesa, y durante el rodaje de ¡Vaya par de marinos! (Sailor Beware, 1952), con Jerry Lewis y Dean Martin, cuando Wallis se atrevió a decir que llevaba pecho falso, le puso inmediatamente la mano debajo de su vestido, delante de un incrédulo Martin.
En sus fascinantes y audaces memorias Has Corinne Been a Good Girl?: The Intimate Memoirs of a French Actress in Hollywood (St Martins Press, 1983), también cuenta que en su primera película con Martin y Lewis, My Friend Irma Goes West (1950), el chimpancé Pierre se volvió sexualmente loco porque la actriz tenía sus menstruaciones.
Wallis y Hazen eligieron además como jefe de fotografía a Charles B. Lang, empleado de Paramount durante dos décadas, que usa brillantemente las sombras de los interiores y la luminosidad asfixiante del desierto.
La función tiene, con permiso de los anteriores, dos grandes maestros de ceremonias: su estrella principal y su director. Burton Stephen Lancaster (Nueva York, 1913- Los Angeles, 1994) tiene una de esas biografías hollywoodienses que, sin llegar al nivel aventurero de un Raoul Walsh o un George Raft, podría convertirse en argumento para una buena historia en la pantalla.
Fue gimnasta, acróbata circense junto a su inseparable Nick Cravat, recorrió el país entero de circo en circo, sirvió para el ejército en ultramar entreteniendo a las tropas con sus números, y fue actor de teatro en la Gran Manzana. Hasta que otro gran productor, Mark Hellinger, le descubrió para el Cine y le llevó a Hollywood para acompañar a Ava Gardneren Forajidos (The Killers, 1946) de Robert Siodmak.
Pese a ser un intérprete recordado sobre todo por sus actuaciones en el género de aventuras y el western, en el noir exhibió un gran registro dramático generalmente sobre personajes atormentados por el pasado y castigados por el destino: Fuerza bruta (Brute Force, 1947), El abrazo de la muerte (Criss Cross, 1949) y la mencionada Sangre en las manos.
Su magnífico físico y su capacidad para llenar la pantalla con una simpatía y un don de gentes extraordinarios fueron la tarjeta de presentación de este mito del cine norteamericano de todos los tiempos, que por cierto revisitó el desierto en varias de sus apariciones en la pantalla: el Sahara en Diez Valientes (Ten Tall Men, 1951) y el de México en Los Profesionales (The Professionals, 1966).
Lancaster consideraba Soga de arena como una de las peores películas en las que había participado, y en su biografía escrita por Kate Buford apenas se reservan para ella tres o cuatro líneas despectivas. Sólo pretendió participando en esta maltratada película cumplir con la obligación contractual de protagonizar una película anual para el tándem Wallis/Paramount.
Dieterle es el tercer gran William del cine clásico norteamericano tras Wyler y Wellman. Actor y director nacido en Alemania siete años antes del nacimiento del siglo XX, su formación artísitica hundía raíces en el teatro de Max Reinhardt, que influyó de forma determinante en su estética y su forma de visualizar la escena.
Con el fin de interpretar las versiones alemanas de sus películas,la Warnerle reclamó desde EEUU donde llegó a ser un reconocido realizador especializado en biografías apasionantes (Benito Juárez, Louis Pasteur, Émile Zola), adaptaciones de clásicos literarios y películas aventureras. De todas ellas, El hombre que vendió su alma (The Devil and Daniel Webster, 1941) realizada para RKO, es la más apasionante y aguda, aunque ni mucho menos la más conocida o popular (Blockade, Esmeralda la zíngara, Cartas a mi amada, Jennie, La senda de los elefantes, con la que volvería a escenarios exóticos…). Bill Dieterle es un semi olvidado artista al que sólo las nuevas generaciones de cinéfilos están redescubriendo a través del DVD y de Internet.
Los hallazgos visuales y de puesta en escena de Soga de arena son constantes y elevan el nivel de un guión algo convencional en cuanto a historia y esquema narrativo, pero brillante en los diálogos.
La función se abre de forma impactante y magistral: un cartel que avisa de peligro en mitad del desierto, advierte de la multa de 500 dólares o un año de cárcel para todo aquel que cruce el área de diamantes, y a continuación un gran travelling siguiendo a un fugitivo de raza negra perseguido por un vehículo oruga militar.
La voz en off que ha narrado el peligro de adentrarse en la Zona Prohibida deja paso a un relato lineal, sólo alterado en el tiempo durante un flashback en el que se recuerda el origen del conflicto, cuando Mike Davis fue abandonado por el hombre que le contrató en mitad de las dunas y al que luego salvó de una muerte segura. Son secuencias las del desierto de un enorme impacto físico, sedientas y asfixiantes como esa pelea nocturna de Davis y Vogel, con la arena del desierto incrustada en los ojos de los dos hombres exhaustos en su lucha a muerte.
Las grandes extensiones desérticas son el gran decorado natural del film, pero en decorados construidos en los estudios Paramount de Melrose Avenue se sitúa el club Perseus, la casa colonial de Vogel, la comisaría y los locales nocturnos donde tiene lugar buena parte de la acción. En uno de ellos se inicia la seducción de la araña al cazador, de Suzanne Renaud con vestido negro de tirantes a Mike Davis con el traje banco característico de los lugares húmedos y calurosos. Las sombras, el humo de los cigarrillos, los ventiladores moviendo sus aspas en el techo… y la partida de póker intercambiando planos generales con planos muy cortos de los naipes y de las reacciones de los jugadores. Una construcción visual de muchos quilates.
En ese ambiente tiene su ámbito de influencia el siempre escurridizo y taciturno Peter Lorre, la guinda de este pastel, en un rol muy similar al de Joel Cairo en Casablanca. A él pertenece la frase más significativa del guión en una de sus clarividentes conversaciones con Mike: “Coge al diamante y, químicamente hablando, es el más duro de todos los materiales, tan duro que todo lo que toca sufre: el vidrio, el acero, el alma humana…”.
Aunque las frases lapidarias de Martingale, ese gusano sin escrúpulos que quiere los diamantes y la gloria, no le van a la zaga: “¿Por qué no aprendo que lo más peligroso de una mujer amoral es su tremenda e impredecible reserva de honestos sentimientos?”, dice al descubrir que Suzanne se ha enamorado de Davis.
Los retoques de Paxton se notan en esas extraordinarias soflamas, y en la invención del nombre real de la prostituta que amalgama a los personajes masculinos: a mitad del relato se nos explica que no se llama Suzanne Renaud, sino Anisenelette Duvingneaud, y además es bailarina. Un verdadero golpe bajo al espectador… Toady se reserva, en la secuencia del desenlace en el puerto equivalente al aeropuerto de Casablanca, la línea final del guión en la que queda un resquicio incluso para valorar mejor a Martingale-Louis Renault: “Qué cosa asombrosa el diamante. Carbón, hollín químicamente hablando, y aún así el más duro de todos los materiales, tan duro que todo lo que toca sufre: el vidrio, el acero, el alma humana…, excepto claro, bajo circunstancias inusuales y en las manos correctas. Sí, una cosa asombrosa”.
Sinopsis
Diamantstad. Sudáfrica. Una serie de personajes buscan unos diamantes escondidos en algún lugar dela Zona Prohibida, un área de acceso restringido que supone para todo aquel que lo atraviesa la tortura ordenada por el siniestro e implacable jefe de policía Vogel. Mike Davis regresa al lugar dos años después de haber descubierto un yacimiento de diamantes en mitad del desierto en los terrenos de la compañía extractora. Su director, Martingale, contrata a una aventurera llamada Suzanne Renaud para que seduzca a Davis y consiga la información del lugar en el que se encuentra el filón. Las relaciones entre los cuatro se van complicando hasta el violento y mortal desenlace.
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