1918 fue un año crucial para la civilización europea. Finalizaba la Primera Guerra Mundial, el continente estaba desvencijado y ensangrentado, los grandes imperios europeos habían desaparecido o se veían superados por el nuevo imperio norteamericano. En ese año Jean Cocteau – polígrafo: poeta, dramaturgo, novelista, autor de cómic y futuro cineasta – publicó una suerte de manifiesto estético y político de la nueva música francesa: El gallo y el arlequín. Oportunamente, ha sido traducido al español por Santiago Martín Bermúdez, que le añade un posfacio y notas, junto con sendos prólogos del escritor Juan Manuel Bonet y el compositor Georges Auric (Scherzo y Machado Libros, Madrid, 2024, 125 páginas).
Cocteau parte de algunas distancias y ciertas cercanías. Se aleja de la influencia wagneriana, monumental y sinfónica, y del impresionismo, vago y delicuescente. Sus referencias son el Igor Stravinski que escucha a las orquestinas en los barracones de feria (Petrushka) y evoca las danzas prehistóricas (La consagración de la primavera) y el Eric Satie de Parade, un guion del propio Cocteau con telones y vestuario de Pablo Picasso. El ruso es sofisticado y futurista; el francés, simple y evocador, casi neoclásico aunque alimentado por los tabladillos del music-hall. Aquél tiene una formación cumplida y compleja. Éste es casi un aficionado y ha sido uno de esos malos alumnos, niños terribles que fascinan a Cocteau.
Los dos próceres enunciados comparten un dato propio de las vanguardias: el escándalo. También, su sesgo juvenil y, como los jóvenes, aman la espontaneidad y frecuentan lo inseguro. Plantean la innovación y el cambio. En Alemania los harían académicos. En Francia los consagran como vanguardistas. Su síntoma es producir sorpresa y conseguir rechazo. El arte es una fiesta pero de la extrañeza, de lo negado y oculto por la vida diaria. En este punto, Cocteau observa algo que lo acompañará toda la vida: lo asombroso de la vanguardia no puede permanecer como tal, de modo que, pasada la sorpresa, ella se vuelve costumbre y expectativa, convertida en moda. Se trata de un atributo igualmente juvenil: la moda muere joven, no llega nunca a vieja.
La nueva música será francesa según lo proclama Cocteau. Por eso su emblema es un gallo, el animal tribal de los franceses. Arlequín es un filisteo disfrazado de gran señor. Francés quiere decir claro y melódico, o sea: clásico. A ello hay que agregar el culto, también vanguardista, por la máquina. Conviene escuchar el teclado de una Remington y el motor de los Renau y las locomotoras. Estas combinaciones entre herencia y novedad propenden, finalmente, al eclecticismo, a la síntesis entre las dos vertientes. Lo hallará en el cine, reunión de todas las artes en un totum revolutum que se resolverá en un retorno al orden, otra proclama del infatigable Cocteau. Llegará el día en que Walt Disney ha de usar la otrora escandalosa Consagración de la primavera en un filme de dibujos animados. En lo musical, dará lugar al Grupo de los Seis, con un ensanche de las fluencias y las influencias, invocando el jazz de los norteamericanos, el tango argentino y las batucadas brasileñas. Innovación, extrañeza, memoria, sorpresa y moda: el siglo XX. Empezó con una guerra y siguió adelante con una juventud que se había salvado la vida pero que se preparó para la cercanía de la muerte en revoluciones y restauraciones, un vaivén histórico asimismo muy francés. Cocteau hallará su enseña en otro mito clásico, Orfeo, visitante infernal que devuelve a su amada a la vida, acaso una vida hecha de buenas costumbres y bellas modas.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Reservados todos los derechos.