Un artista que se hace cargo, en la primera mitad del siglo XX, de la herencia sinfónica y genérica del siglo XIX, que se encara con la vanguardia en tanto es la del barracón y lo burlesco de cierto Stravinsky, se ve inmerso en una revolución política y social apoyada por la vanguardia y que luego considera que ella es la encarnación del formalismo y el decadentismo burgués.
He aquí el paisaje sobre el cual Dimitri Shostakovich (1906-1975) ha de elaborar su obra y conseguirla a pesar de la censura académica oficial y a favor de su balbuciente aquiescencia.
Heredaba a Chaikovski a través de Sibelius y debía mezclarlo y conciliarlo con las seducciones de la opereta vienesa, la comedia musical norteamericana, el ballet clásico, el jazz y el tango. Se valió de un caleidoscopio, un juguete infantil que hace girar en un tubo cilíndrico unas piezas de cristal coloreado que se combinan cíclicamente con un juego de espejos. Y también con la técnica estructural de un patchwork, una manta que se vale de retazos heterogéneos, recosidos de modo que parezcan las partes de un todo. Y, por fin, sin resultar ecléctico sino que obedezcan a una personalidad que, de tanto rebuscar, se exhiba con una inefable originalidad que la torne inconfundible.
La actitud radical de las vanguardias era destruir todo lo habido, empezar de nuevo a cero: instaurar una armonía sin tonalidad y hasta dejar de lado la escala de semitonos para acometer el ruido de la realidad urbana y las inéditas sonoridades de la desnuda electricidad. Shostakovich escogió otra ruta: admitir que somos animales históricos y que venimos de alguna parte para componer otra parte hasta rematarla con apoteosis dignas del musculoso último romántico, Gustav Mahler.
Desde luego, fue una respuesta a la decisión de hacer la música, una de las incontables músicas del nuevo siglo, el de Berg y Falla, el de Schoenberg y Poulenc. Si Wagner y Brahms desplegaban las virtualidades del pleno romanticismo, Shostakovich examinaba las mandas de su testamento. Un mundo sin héroes seguía percibiendo, no obstante, las voces heroicas, ya sin palabras, del vasto espacio monumental y a la vez secreto que los sabios arquitectos habían diseñado y poblado. En clave wagneriana, se conservó la grandeza de las naves, los pilares y las bóvedas. En clave brahmsiana, las confidencias solitarias que exhalan sus cuartetos de cuerdas y su quinteto con piano y arcos.
Enigmática como ninguna de las artes, la música es capaz de descifrar por qué lo que nos deja el pasado cobra actualidad absoluta cuando lo recobramos en un presente asimismo absoluto; de nuevo: enigmático. Ya no es lo es lo que era y, sin embargo, sigue siendo lo que es. En Shostakovich alcanza patéticos alardes gestuales, delicuescencias estáticas, bailongos, marchas triunfales y pimpantes intermedios, sin dejar nunca de ser shostakovichiano. Ahí queda eso. Que venga Dios y lo vea. Aunque más no sea, que lo escuche.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Publicado previamente en Scherzo y editado en Cualia por cortesía de dicha revista. Reservados todos los derechos.