En algún lugar de este relato yace Morfeo, el tejedor de sueños, pensando en su trono y aguardando a que a que caiga la noche para los durmientes. Sin embargo, no es él quien protagoniza esta historia –o debería decir historias–. Esta vez, nadie querrá jugar a las adivinanzas con él.
Sandman: El fin de los mundos (The Sandman: Worlds’ End, julio-diciembre de 1993) es la octava entrega de esta saga magistral de Neil Gaiman. A diferencia de otros volúmenes de la serie, más irregulares en el apartado gráfico, éste cuenta con los lápices y pinceles de artistas tan solventes como Mark Buckingham, Dick Giordano, Tony Harris, Steve Leialoha, Alec Stevens, Bryan Talbot, John Watkiss y Michael Zulli. Dada la altura narrativa del guión, no sorprende que sea Stephen King quien escriba el prefacio de esta narración, libremente inspirada en sugerencias que el maestro G.K. Chesterton dejó escritas en su poema A Child of the Snows («There is heard a hymn when the panes are dim, / And never before or again, / When the nights are strong with a darkness long, / And the dark is alive with rain…»).
Recuperando el espíritu original de Sandman, la estructura de El fin de los mundos es una red de relatos interconectados, que Gaiman nos cuenta en filigrana, como si el encadenado de historias le permitiera invocar, sin contradicción, a Lewis Carroll, a Herman Melville y a Jorge Luis Borges.
Aun sin llegar a un análisis detallado, podemos afirmar que este es uno de los arcos argumentales más literarios de Sandman. Es más: las referencias que se acumulan en muchas de sus viñetas permitirían formular unas notas a pie de página de lo más nutrido.
El principal punto de vista corresponde a Brant Tucker. El bueno de Brant conduce en mitad de la noche el turismo donde duerme su compañera Charlene Mooney. Una aparición demoníaca provoca el accidente de tráfico que los deja tendidos en mitad de la nada, a merced de una tormenta de nieve. En busca de ayuda, consiguen refugiarse en la posada, «El fin de los mundos». Y es allí, en ese lugar donde coinciden fugitivos de diversas dimensiones, donde Brant escucha toda suerte de historias, ligadas entre sí por su aspecto más onírico.
La sucesión de narradores y el modo en que los relatos se van entreverando recuerda a clásicos de la narrativa inglesa, como los Cuentos de Canterbury, de Chaucer. Obviamente, esa similitud es algo que Gaiman subraya en cuanto tiene ocasión, así que no hace falta ser un experto para caer en ella.
Para felicidad del lector, las historias que van desgranando los habitantes de la posada van de lo mitológico a lo gótico, pasando por la fábula y el relato de aventuras, beneficiándose de todos los géneros que apasionan al autor.
En este sentido, nos hallamos ante una obra ecléctica, rebosante de recursos narrativos, que no es posible explicar sin atender a sus antecedentes literarios. Ese es, en definitiva, el vértigo cultural que Gaiman maneja como nadie en el mundo del cómic.
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