En este sexto volumen de la saga, bajo el título Fábulas y reflejos, se expande el universo del Señor del Sueño a través de una serie fascinante de relatos, en una perfecta combinación de fantasía y referencias culturales.
Neil Gaiman teje sus narraciones a partir de una gama heterogénea de materiales. En ese repertorio creativo se alternan el realismo mágico, los cuentos de hadas victorianos, el folklore universal, los relatos pulp, la mitología grecolatina, las historias de fantasmas y el colorido repertorio de la literatura isabelina.
Decir que Sandman es una obra imprescindible parece, a estas alturas, un cliché, y sin embargo, hay que insistir en ello. Gaiman es un impecable narrador, capaz de arrastrarnos a un mundo propio, en el que el sueño y la vigilia se alimentan mutuamente.
Hurgando en el limo profundo de su biblioteca, el guionista nos regala historias que tienen algo en común: una sombra nocturna, un hechizo de doble clave, una oscura seducción… En definitiva, todo aquello que abarcan las flameantes pupilas de Morfeo, desvelando la fugacidad de la vida y la eternidad de los sueños.
En Fábulas y reflejos, conocemos a un dramaturgo víctima del bloqueo creativo. Su vértigo existencial y su necesidad de vivir una vida de repuesto –¿qué otra cosa es la creatividad?– es la metáfora de un fracaso que tendrá que superar enfrentándose a lo que más teme.
El siguiente episodio transcurre en junio de 1794. ¿Su protagonista? Lady Johanna Constantine, una dama cuyo apellido lucirá en nuestra época un ilustre descendiente aficionado al esoterismo. Gaiman convierte a Lady Johanna en un agente secreto que ha de recuperar la cabeza de Orfeo en el peor momento de la Revolución Francesa. Su peripecia, evidentemente, remite a las novelas que la Baronesa de Orczy dedicó a la Pimpinela Escarlata.
Los espectros dejan de chillar en la historia que llega a continuación. En esta ocasión, el enano Licio trata de descubrir qué es lo que inquieta al emperador Augusto.
Del hombre más poderoso de Roma pasamos a un soñador que quiso ser rey en los Estados Unidos del XIX. Para hacernos partícipes de la conmovedora ilusión del emperador Norton –un personaje real, llamado Joshua Abraham Norton (c. 1819-1880)–, Gaiman se apropia del estilo de Mark Twain y lo ilumina con una lluvia sobrenatural de bengalas.
Los siguientes relatos también extraen su esencia de la literatura: los cuentos de Afanasiev, la memoria viajera de Marco Polo, la leyenda de Orfeo y Eurídice, y a modo de colofón, las exóticas invenciones de las Mil y una noches.
Con esos elementos a mano, Gaiman se convierte en el titiritero de cuyos dedos cuelgan figuras asombrosas. El prodigio dura lo suficiente para que el lector se enrede sin remedio en esa maraña onírica, dejando para más adelante el momento de despertar.
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