La guerra aparece en todas las civilizaciones conocidas. Es como una costumbre de la humanidad, mala costumbre pero costumbre al fin. Algunos pensamos o queremos pensar que, según pasa con las costumbres, ellas pasan. Esta no tiene pinta de hacerlo, especialmente si se practica invocando la protección divina. Los dioses no negocian la paz porque lo suyo no es negociar sino imperar.
Esta bélica persistencia aflora constantemente en el lenguaje periodístico, sea que se refiera directamente a hechos de guerra o que, metafóricamente, describa la vida de gente pacífica, que sigue siendo la mayor parte de la especie. Se habla de batallas electorales, cuando una elección es lo contrario de una batalla: un ejercicio de contabilidad similar al que hace el casino cuando se cierra al público y se echan las cuentas de la ruleta. Lo mismo en cuanto a la guerra comercial por vender más barato el pescado del Norte en los mercados del Sur. El supuesto necesario del comercio es, justamente, la paz. Los antiguos la llamaban “la tregua de Dios”.
¿Qué tal del equipo X que le gana al equipo W un partido de fútbol y que el periodista considera arrasadora victoria? Arrasar es dejar al ras, acabar con cualquier relieve. Pero, por el contrario, el equipo perdedor sigue en pie y es posible que salga a la cancha al siguiente domingo con todos sus soldaditos, convenientemente desarmados, a ver si ahora arrasan ellos. ¿Cabe sostener que un parlamentario dinamitó al adversario con el cual discutía? No lo parece porque el adversario sigue en su banca, indemne a la dinamita.
La obra maestra de este retoricismo bélico fue el de la guerra fría. ¿Hay oxímoron más doliente que una guerra fría? Si los combatientes enfrentados estuvieran fríos como cadáveres, la guerra sería imposible. Es lamentable pero la guerra exige el calor de la vida porque es un ejercicio de muerte.
El belicismo de nuestros informantes y opinólogos tiene una rebaba inquietante. Cuando alguien insiste en un tema –la guerra universal permanente y constante, digamos– es que está promoviendo o siendo promovido por un deseo. En estos años, cuando dejamos atrás el centenario de la primera guerra mundial, cabe repensarlo. Los países más civilizados habían establecido una paz armada hasta los dientes y no querían la guerra. Pero la deseaban y a los hechos me remito. Quede abierto el tema para el próximo armisticio.
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