Un tópico de feliz o infeliz permanencia en la vida política, reza que los programas electorales de los partidos están hechos para no cumplirse. La cuestión no es menor porque atañe a lo que realmente puede hacer un gobernante y, según otro tópico de comparable felicidad, la política no es una ciencia que mide lo probable sino un arte que elabora lo posible. En concreto y valga la paradoja, hay que leer un programa como algo abstracto. Y algo más: que es una declaración de máximos, una aceptación de límites: llego hasta allí y más lejos no puedo llegar.
Decir que un programa es abstracto suena mal porque suena a indefinición pero, en el sentido de lo que hoy se llama prospectiva, es lo que cabe decir como tal programa. Existen muchas concreciones que no se pueden predecir y por eso hay que hacer abstracción de ellas. Nadie pudo prever la pandemia que paralizó la economía del mundo por dos años. Nadie pudo prever la ola de frío polar de Filomena ni la guerra de Ucrania. Todas estas concreciones no pueden programarse por audaz y brillante que sea cualquier político.
¿Sabemos cuánto han de durar nuestras próximas sequías? ¿Cuál será la esperanza de vida hacia mediados de esta centuria? ¿Cuánto costará el barril de Brent el año 2080? Más patéticamente: ¿se pudo predecir el error del conductor del coche que transportaba al archiduque de Austria y a su mujer aquel verano de 1914, de modo que pudieron ser asesinados y desencadenar la guerra mundial?
Sobre estas respuestas en blanco vuelvo al comienzo: la política no es una ciencia, que estudia una realidad ya sistematizada por la naturaleza, digamos que objetivamente, sino que debe construir su propia realidad a medida que la gestiona. Es un arte y así actúa, por ejemplo, el escultor que imagina lo que acabará siendo la piedra que labra pero sin poder contar con las vetas o las grietas que están allí ocultas desde siempre. Por cierto, todo arte tiene límites impuestos por nuestra limitada condición de animales humanos. No se puede prometer la instalación de un puerto a una ciudad de tierra adentro ni instalar una línea de metro en una playa de arena. Eminentes arquitectos hubo que diseñaron un bello edificio pero calcularon mal la resistencia de los materiales y la construcción se les desmoronó. En el otro extremo, improvisaciones hay que resultan geniales y aportan a esta misma especie a la que pertenezco, unos recursos perdurables. Florence Nightingale, durante la guerra de Crimea en pleno siglo progresista, el XIX, improvisó medidas de higiene y asistencia a los soldados ingleses y así se inventó la enfermería moderna o, si se quiere, la enfermería a secas. Florence fue una artista de la solidaridad, de la compasión y hasta de la ciencia que intentaba curar lo incurable y dar vida al agonizante. Más de un rey de España, allá por el Setecientos, fue tratado con buen éxito en su calidad de epiléptico, por un cantante castrado apodado Farinelli. Superfluo resulta subrayar la importancia política que tuvo entonces el arte del bel canto barroco. Eso sí: no es lo mismo imitar el canto de un pájaro que el graznido de un pajarraco, que para eso un artista tiene afinada su intuición y repara en aquello que los demás damos por hecho gracias a que estamos distraídos por la costumbre y la rutina. Para acabar con otro caso: se aconseja leer con atención los programas electorales. En definitiva, son ejercicios de un arte, el arte de la literatura.
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