Este año se cumplen doscientos del nacimiento de Fedor Dostoievski. Trato de evocarlo con las siguientes escuetas líneas. Las encabezan estas palabras que traduzco de André Gide (Dostoievski en su correspondencia, 1908): “Conservador pero no tradicionalista, zarista pero demócrata, liberal pero no progresista; Dostoievski sigue siendo alguien con quien no sabemos bien qué hacer.” En efecto, empezó su carrera como un anarquista individualista y revolucionario según sería su personaje Raskolnikov en Crimen y castigo, y la terminó como nacionalista redentorista rusófilo tal su idiota el príncipe Mishkin en la novela homónima. Los maestros que adoctrinan y pretenden educar al Stavrogin de Los endemoniados se contradicen y anulan conduciéndolo al nihilismo.
Este mundo contradictorio retrata al escritor que pone en escena sus contradicciones porque ha confiado en la palabra que narra como llave para las equívocas puertas de la historia humana. A su manera y desde su esquinada situación (léase: Rusia) pensó su siglo, seguramente sin intuir que se llevaría a cabo ese embrollo en el siglo siguiente. Lo pensó a partir de la modernidad (léase Europa), es decir: ausencia de Dios, profanización de la vida, racionalismo, cuantificación de la existencia, voluntad de poder. Advirtió que la caída de las religiones heredadas daría lugar a nuevas religiosidades, esta vez mundanas y de cielos vacíos. El siglo XX, manos a la obra, produjo las religiones mesiánicas de la raza superior (nazismo), la clase elegida (el proletariado, el bolchevismo) y el dominio de la acción sobre la inteligencia (nihilismo, terrorismo). Son todos personajes dostoievskianos, tejidos por la misma urdimbre trágica: el ser humano que se debate entre un actuar sin inteligencia y un inteligir inerte y estupefacto.
Nuestro escritor no propuso ninguna conciliación a estas contradicciones. Si acaso se habría decidido por una nueva religiosidad, la de su Aliosha Karamazov, un cristianismo sin iglesias organizadas como entidades políticas, una vindicación del alma interior frente al espíritu objetivo y externo, según la antinomia de un pensador hoy olvidado, Ludwig Klages, pero que parece ser el filósofo dostoievskiano, anterior a los existencialistas franceses que releerían al ruso a su manera.
¿Fue don Fedor un profeta? No hace falta creer en la facultad premonitoria de la literatura ni en la configuración del escritor como oráculo. Basta –nada menos– con acudir a la habilidad creadora de nuestra imaginación. Si se prefiere: a la realidad de nuestro imaginario. A menudo la despreciamos, diciendo cosas tan elocuentes como “Bah, todo eso son simples imaginaciones.” Insisto: nada menos que imaginaciones. Veamos sus imágenes, hitos del siglo XX: dos guerras mundiales, los campos de exterminio, Hiroshima, el muro de Berlín. Busquemos a un equivalente de Dostoievski para el siglo XXI.
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